INTRODUCCIÓN
Este año se cumplen los
500 años de la Reforma Protestante. El 31 de octubre de 1517, Martín Lutero
(1483-1546) clavó sus célebres 95 Tesis
en la puerta de la Capilla de la ciudad de Wittenberg. Lutero no pretendía más
que discutir una práctica que le perturbaba, la tan conocida venta, por parte
del papado, de las famosas indulgencias. Delante de tal comercio y considerando
la decadencia de la iglesia de aquellos días, Lutero se levantó para discutir
dichos asuntos y plantear un debate académico (Lutero en ese entonces era
profesor en la pequeña Universidad de Wittenberg). Nos dice la historia popular
que rápidamente las 95 tesis fueron
leídas, impresas y distribuidas por muchos lugares, comenzando así un
movimiento que no se detendría y que remecería por completo a la civilización
occidental y, por qué no decirlo, al mundo entero.
La Reforma Protestante
puede ser vista como un movimiento religioso, político, social, económico, de
amplias repercusiones. Sin embargo, a pesar de que la Reforma alcanzó
diferentes esferas de la vida, tenemos que afirmar con todas sus letras que en
su base estaba la Teología, y no aquella elaborada a partir del ser humano,
sino aquella que es fruto del estudio e interpretación de la revelación divina
tal como se encuentra registrada en las Sagradas Escrituras.
Escribir sucintamente sobre
la Teología de la Reforma y Su Influencia
en la Iglesia de la Actualidad es un gran desafío, ya que se trata de un tema
muy amplio que no puede ser abordado en su totalidad en estas breves líneas. La
Teología de la Reforma tuvo sus matices y diferencias desde el principio. Basta
con dar una rápida mirada al pensamiento de Lutero (1483-1546), al de Zwinglio
(1484-1531), al de Calvino (1509-1564) y al de sus respectivos sucesores para
darnos cuenta que más que ser un movimiento monolítico, la Reforma se
caracterizó por presentar ciertas diferencias, ciertos matices y variaciones
que, para ser estudiadas, se requeriría de bastante tiempo.
Ahora, si bien es
cierto que sería más acertado hablar de “Reformas” por las diferencias y
variaciones que podemos ver en la historia del movimiento, también viene al
caso recordar de que existen elementos comunes. Estos elementos comunes han
sido resumidos en las tan conocidas Solas
de la Reforma Protestante: Sola Scriptura,
Sola Fide, Solus Christus, Sola Gratia, Soli Deo Gloria. Estas verdades son
compartidas por todos aquellos que declaran ser herederos de la Reforma.
Pero tampoco lo que pretendo
hacer aquí es una exposición de las Solas
de la Reforma, porque creo que limitaría un poco del tema propuesto.
Por tanto, mi idea es
exponer la Teología de la Reforma en tres áreas específicas, a saber: en la doctrina,
en el culto y en la vida. Esta propuesta triple nos permitirá entender la
influencia que la Reforma ejerció y ejerce en la Iglesia de la actualidad.
I. LA
REFORMA EN DOCTRINA
Para nadie es sorpresa oír
que vivimos en tiempos de confusión doctrinal. Los herederos de la Reforma (los
evangélicos) parecen estar cada vez más centrados en el ser humano y sus
necesidades que en Dios y su gloria. Vemos que proliferan las enseñanzas que
difunden prosperidad material, auto ayuda, sectarismo, legalismo, libertinaje,
relevancia cultural, acción social, etc., pero parece ser cada vez más escaso
ver un énfasis por el estudio serio y dedicado de la Biblia. Esto trae como
consecuencia un profundo y triste desconocimiento doctrinal, pues la indiferencia
doctrinal es el resultado de una débil enseñanza de la Biblia.
David F. Wells en su
libro God in the Wasteland: The Reality
of Truth in a World of Fading Dreams (Dios en el Desierto: La realidad de
la verdad en un mundo de sueños evaporados) escribió:
El problema
fundamental en el mundo evangélico de hoy no es la técnica inadecuada, la
organización insuficiente o la música anticuada...El problema fundamental en el
mundo evangélico de hoy es que Dios pesa muy poco sobre la Iglesia, su verdad
está muy lejos, su gracia es demasiado común, su juicio es muy leve, su
evangelio es muy fácil y su Cristo es muy simple[1].
La descripción dada por
Wells caracteriza, tristemente, a la Iglesia de nuestros días. Dios ya no es
glorioso y Majestuoso, Su Palabra ya no es estudiada con dedicación y fervor,
la gracia es barata, el concepto del juicio final es minimizado, el evangelio
no demanda nada del cristiano y Cristo es pequeño.
Pero no pensemos que en
los tiempos que antecedieron a la Reforma las cosas eran tan diferentes. Abusos
y corrupción se veían tanto en los altos dignatarios de la iglesia como en el
miembro más humilde del clero. El papado era criticado por sus excesos
financieros y su enfermiza preocupación por el status social y el poder
político. La designación del Prelado se debía a la influencia familiar y a la
fortuna que poseían. El bajo clero era objeto de duras críticas. Los
monasterios muchas veces eran descritos como antros infectados de actividad
homosexual. El analfabetismo predominaba entre los párrocos y, por lo mismo, su
conocimiento de la Biblia era escaso, por no decir, nulo[2].
Las voces de protesta
no se hicieron esperar y comenzó un movimiento que buscó reformar la doctrina y
práctica de la Iglesia. Pero, ¿cómo lo hicieron? ¿qué medios ocuparon? ¿cuál
fue su estrategia? La respuesta es sencilla: Por medio del estudio diligente de
las Escrituras y la exposición de la misma. Por eso podemos decir que, el fondo,
la Reforma fue un retorno a la Biblia.
Si la Iglesia Medieval
puso la autoridad final en materia de fe y práctica en las manos del Papa, la
Reforma puso la autoridad final en la Biblia como Palabra inspirada por Dios,
infalible e inerrante. Para los reformadores la Biblia es el registro escrito
de la revelación de Dios. Es la regla suficiente. A partir de la Biblia, los
reformadores comenzaron a conocer en profundidad todo el consejo de Dios (cf. Hch.
20:27).
A partir del estudio de
la Biblia, los reformadores redescubrieron la belleza y pureza del Evangelio de
Jesucristo. Y al redescubrir el Evangelio, su visión de Dios, de la Iglesia y
de la vida cristiana fue transformada.
En este punto siempre
surge la siguiente pregunta: ¿Cuál es el centro de la Teología de la Reforma?
Aquí nos deparamos con diferentes matices, tal como fue notado anteriormente.
Algunos argumentan que la esencia de la Reforma descansa en la comprensión
bíblica de la doctrina de la justificación por medio de la fe. Para Lutero, la
doctrina de la justificación no era simplemente una doctrina entre otras, sino
“el resumen de toda la doctrina cristiana”, “el artículo por el cual la iglesia
se mantiene o cae”[3].
Para Lutero el camino
para llegar a esta comprensión no fue fácil. Conocida es su lucha con el
concepto de justicia de Dios. Sin embargo, llegó el día en
que, según sus propias palabras:
Comencé a entender
que “la justicia de Dios” significaba aquella justicia por la cual el hombre
justo vive mediante el don de Dios, esto es, por la fe. Eso es lo que
significa: la justicia de Dios es revelada en el evangelio, una justicia pasiva
con la cual el Dios misericordioso nos justifica por la fe, como está escrito:
“El justo por la fe vivirá”. Aquí sentí que estaba naciendo completamente de
nuevo y había entrado en el mismo paraíso a través de portones abiertos[4].
Para Lutero la doctrina
de la justificación era central. El Evangelio no podía ser entendido correctamente
si no se captaba en plenitud el concepto de la justicia de Dios por medio de
Cristo.
Si bien los demás
reformadores concordaron con la importancia fundamental de la justificación por
la fe, vemos que también tenían otros énfasis. En el caso de Zwinglio, lamentablemente,
su contribución ha sido poco evaluada y estudiada. Algunos le han dedicado
pocas páginas en sus obras alegando que “no exige más que un breve relato”[5].
Ciertamente fue ofuscado por Lutero y por Calvino y ha sido descrito como “el
tercer hombre de la Reforma”. Lo más destacable, tal vez, fue el concepto
memorial de la Cena del Señor, concepto que difería del de Lutero y del de
Calvino. No gastaré tiempo con Zwinglio, pues pretendo dedicar más espacio al
reformador Juan Calvino, quien representa lo mejor de la tradición reformada.
Acerca de Calvino,
muchos afirman que este reformador de segunda generación encarnó al teólogo de
la gloria de Dios par excellence.
Esto llevaría a decir que la Teología Reformada Calvinista tiene como centro la
Gloria de Dios. Esta comprensión es recogida, por ejemplo, tanto en el
Catecismo de Ginebra (1541) como en el Catecismo Menor de Westminster (1648).
Si bien no podemos
desconocer el énfasis en la gloria de Dios en los escritos de Calvino, tampoco
podemos desconocer que en estudios más recientes se ha propuesto que el corazón
de la doctrina cristiana, en la comprensión de Calvino, está en la Unión con Cristo. Al respecto, Abraham
Kuyper escribió:
A pesar de que
Calvino pueda haber sido el más rígido entre los reformadores, ninguno de ellos
presentó esta union mystica, esa
unión espiritual con Cristo, tan incesantemente, tan amorosamente y con gran
pasión[6].
¿Por qué la unión con
Cristo sería tan importante para Calvino? ¿Será ella el centro de toda su obra
teológica? No es la ocasión para presentar en detalle los debates académicos que
han surgido acerca de este asunto, sin embargo, siguiendo a Paul Wells, podemos
decir que la unión con Cristo, de hecho, constituye un foco central en la
teología de Calvino como un todo, y lo es porque resuelve la tensión dialéctica
que existe entre el Creador y la criatura y, más específicamente, la tensión dialéctica
entre lo divino y lo humano[7].
François Wendel escribió:
Calvino sitúa toda
su teología bajo la mirada de aquello que fue uno de los principios esenciales
de la Reforma: la absoluta trascendencia de Dios y su total “otredad” con relación al hombre. Ninguna
teología es Cristiana y está de acuerdo con las Escrituras, sino en la medida
en que respete la infinita distancia que separa a Dios de sus criaturas y renuncie
a toda confusión, toda “mezcla”, que podría tender a borrar la radical
distinción entre lo Divino y lo humano. Sobre todo, Dios y el hombre, deben
nuevamente ser vistos en sus debidos lugares. Esa es la idea que domina el todo
de la exposición teológica de Calvino, y subyace en la mayoría de sus
controversias[8].
Para Calvino, el ser
humano está radicalmente subordinado a Dios y la teología nunca puede olvidar
la realidad de esa situación. La creación, el pacto, la redención y la
escatología junto a sus características particulares expresan la diferencia
entre Dios y todo lo demás, y establece la supremacía de Dios[9].
Estando unidos a
Cristo, los cristianos podemos conocer quién es Dios y quienes somos. Esto
representa una reforma radical en la doctrina, pues Cristo y sus beneficios son
de propiedad del creyente, no porque la Iglesia lo garantice o porque sea
posible adquirirlos por esfuerzos humanos, sino porque el cristiano se
encuentra espiritualmente unido a su Salvador. Calvino afirma:
Ante todo hay que
notar que mientras Cristo está lejos de nosotros y nosotros permanecemos
apartados de Él, todo cuanto padeció e hizo por la redención del humano linaje
no nos sirve de nada, ni nos aprovecha lo más mínimo. Por tanto, para que pueda
comunicamos los bienes que recibió del Padre, es preciso que Él se haga nuestro
y habite en nosotros. Por esta razón es llamado “nuestra Cabeza” y “primogénito
entre muchos hermanos”; y de nosotros se afirma que somos “injertados en Él”
(Ro. 8:29; 11:17; Gl. 3:27); porque, según he dicho, ninguna de cuantas cosas
posee nos pertenecen ni tenemos que ver con ellas, mientras no somos hechos una
sola cosa con Él[10].
El plan de Dios para
nosotros está firmemente arraigado en Cristo.
Dios nos ha escogido, no en masa, sino individualmente, personalmente. Pero
Dios escoge a todos sus hijos en Cristo, él es el Escogido de Dios, el
Predestinado, y nosotros somos salvos al estar unidos a él. De una manera o de
otra, esto es lo que Pablo le dice a los Efesios, a Timoteo y a los
Tesalonicenses. Somos “predestinados...por medio de Jesucristo” (Ef. 1:5), su
propósito para nosotros es “en Cristo” (Ef. 1:9), su gracia nos ha sido dada
“en Cristo Jesús antes del comienzo del tiempo” (2 Ti. 1:9). En resumen, Dios
no nos ha puesto para ira “sino para alcanzar salvación por medio de nuestro
Señor Jesucristo” (1 Ts. 5:9). Y todo esto no es sólo realizado para la gloria
de Dios, sino también para la nuestra, “Y a los que predestinó, a estos también
llamó; y a los que llamó, a estos también justificó; y a los que justificó, a
estos también glorificó” (Ro. 8:30)[11].
Esta visión gloriosa de
Dios y del Evangelio, debe regresar para que nos recuperemos de aquella forma
de religión tan común hoy que lleva a las personas a preocuparse únicamente
consigo mismas y no con la gloria de Dios en Cristo Jesús.
II.
LA REFORMA EN EL CULTO
El ya fallecido
predicador y teólogo inglés John R. W. Stott escribió: “Los cristianos creen
que la verdadera adoración es la actividad más elevada y noble que el hombre,
por la gracia de Dios, puede desarrollar”[12].
Comentando acerca de la adoración, Robert W. Godfrey dice:
Entre los
Protestantes contemporáneos encontramos diferencias significativas en la
adoración. Algunas formas de adoración están llenas de ceremonias y rituales
formales, mientras que otras son muy casuales e informales. Algunas son
bulliciosas y turbulentas, otras son quietas y contemplativas. Algunas se
realizan en bellas catedrales, otras en galpones y campos. En medio de tal
diversidad, los cristianos, algunas veces, se preguntan si la adoración es
simplemente una cuestión de gusto. ¿Todas las formas de adoración agradan de la
misma forma a Dios si los adoradores son sinceros? ¿Todas las formas de
adoración son aceptables?[13].
Este comentario permite
que nos demos cuenta que existe una variada comprensión de lo que es el culto
en el medio evangélico. Y es aquí donde, nuevamente, los reformadores nos
pueden ayudar.
Para los reformadores,
Dios nos salvó para que le adorásemos. Es más, el fin principal del hombre,
conforme instruye el Catecismo Menor de Westminster, es glorificar a Dios
(pregunta 1). La iglesia de Cristo es retratada como una comunidad de
adoradores que se reúnen para dar testimonio público de los hechos poderosos de
Dios en la salvación.
En el caso de Juan
Calvino su comprensión más plena del culto cristiano se dio durante su estadía en
Estrasburgo (1538-1541). Allí recibió la influencia de Martín Bucero. Lo
aprendido en Estrasburgo, que posteriormente fue aplicado en Ginebra a su
retorno, se transformó en la base para la adoración en todas las iglesias
calvinistas de Suiza, Francia, Alemania, Holanda y Escocia.
Calvino nunca fue
dogmático en esta área. Él entendía que ciertos detalles podía variar de
congregación en congregación, pero estaba muy consciente que eso no debía dar
pie para cometer abusos.
¿Qué debe caracterizar
al culto cristiano? Bueno, en primer lugar, tenemos que entender lo que
significa adorar. En el Antiguo Testamento encontramos el verbo שחה (shachah) que significa “postrarse”, “adorar”. En
su sentido original el verbo significa postrarse en el suelo, como prueba de
sumisión delante de un superior. En el Nuevo Testamento encontramos el término proskune,w
(proskyneõ), que significa “adorar”, “prestar homenaje a”, “postrarse”, “hacer
reverencia”. La palabra adorar, tanto en el AT como en el NT, tiene un
significado muy importante para nosotros, pues es el acto de curvarse delante
de Dios con toda reverencia, amor y dedicación. Russell Shedd escribió:
Para el Señor, un
gesto de culto no podía estar desvinculado de la propia adoración. Él no acepta
la idea de que un acto externo podría dejar de ser también un acto interno, una
actitud de entrega total. Por eso, la respuesta de Jesús fue: “Al Señor tu Dios
adorarás (proskyneõ), y a él sólo servirás (latreuseis)” (Mateo 4:10), y así
cerró la cuestión para siempre. Adorar al enemigo de nuestras almas o a uno de
sus representantes significa rendirse a él”[14].
Como vemos, adorar a
Dios es atribuirle valor supremo, sólo por el hecho de que él es digno de ser
adorado. Los reformadores tenían esto muy claro. El culto existe para honrar a
Dios. Aquel que adora a Dios despierta su consciencia acerca de la santidad de
Dios, alimenta su verdad con la Palabra de Dios, purifica su imaginación con la
belleza de Dios, abre su corazón al amor de Dios y dedica su vida al servicio
de Dios[15].
¿Qué peligros aquejaban
al culto cristiano en los días de la Reforma? Podríamos decir que era una
variedad de males, no muy diferentes de los que nos afectan a nosotros hoy. Dentro
de ellos podemos destacar:
(1) El arrepentimiento era visto como un acto único (muchas veces
realizado antes de morir), en vez de entenderlo como una práctica que debe
acompañar la vida toda del creyente.
(2) La presencia divina era invocada en el servicio (misa) por un
individuo con poderes sagrados (mágicos) que eran comunicados por medios
físicos (sacerdote en la eucaristía).
(3) La adoración era presentada como un espectáculo visual y sensorial
en vez de ser un evento en que toda la iglesia participaba (los cristianos) en
un diálogo con Dios.
(4) El éxito se medía por el tamaño de las catedrales y la cantidad de
gente que podían congregar en ellas, en vez de ser medidos por la fidelidad en
la exposición de la palabra y en la santidad de vida de los miembros.
Esos son solo algunos
de los temas que estaban presentes en aquel entonces. No hay duda de que muchos
de ellos nos suenan familiares y parece ser que, incluso, los vemos repetidos cada
día en muchas de nuestras iglesias.
Hoy vivimos en una
época donde la trivialidad es la regla. Es una época donde el entretenimiento
es lo principal y esto marca profundamente la manera como se desarrolla el
culto. Debe ser entretenido, las personas deben reírse mucho durante el sermón (que
está lleno de chistes e historias personales en vez de estar saturado por la
Palabra de Dios). Aquí también entra en cuestión la música, porque ella es el
instrumento, no para adorar a Dios y declarar verdades acerca de Él, sino para
hacernos sentir bien, alegres, emocionados.
Además, es una época centrada en el ser
humano. Las personas están ensimismadas. En los cultos casi siempre se habla
del ser humano, es decir, el culto está para satisfacer las necesidades de las
personas a expensas de Dios, quien es dejado en segundo plano. Nos olvidamos de
Dios, a pesar de que reconozcamos la verdad bíblica, pues todo indica que él no
tiene más influencia sobre nosotros y son otras cosas las que ocupan su lugar.
Por eso insistimos que
la Reforma contribuyó enormemente para redescubrir el culto, para redescubrir
la verdadera adoración a Dios. La Reforma entendió que la adoración es el acto de la Iglesia
reunida, donde exaltación y honra son dirigidos a Dios por sus dones preciosos
a su pueblo en Jesucristo y a través de él[16].
Adoración en la Biblia es la respuesta debida de las criaturas racionales a la
auto-revelación de su Creador. Es una honra y glorificación a Dios por medio de
un grato ofrecimiento retributivo a Él por todas las buenas dádivas, y todo el
conocimiento de su grandeza y gracia a nosotros concedida[17].
La verdadera adoración es el objetivo y el combustible para la vida cristiana,
que busca agradar a Dios.
III. LA REFORMA EN LA VIDA
La teología, en que el entendimiento
de los reformadores era más que un simple discurso humano acerca de la
divinidad, trata del conocimiento de Dios y de los deberes que Dios exige del
hombre.
En el inicio de su obra
La Institución de la Religión Cristiana,
Juan Calvino (1509-1564) escribió:
Casi toda la suma
de nuestra sabiduría, que de veras se deba tener por verdadera y sólida
sabiduría, consiste en dos puntos: a saber, en el conocimiento que el hombre
debe tener de Dios, y en el conocimiento que debe tener de sí mismo[18].
Calvino llama nuestra
atención hacia aquel conocimiento superior al cual todo ser humano debería
aspirar, a saber, el conocimiento del Dios vivo. Es para este fin que la
Teología está a nuestro servicio.
El conocimiento de Dios
debe provocar un cambio radical en la forma de vivir. Es decir, nadie puede
aproximarse a Dios y no ser transformado. Los reformadores entendieron muy bien
eso y llamaron a esa transformación por su nombre bíblico: Santificación.
La santificación es una de las doctrinas
más enfatizadas, pero es una de las menos conocidas. Por lo general los
cristianos hablan de ella citando textos tales como Levítico 11:44: “Porque yo soy el SEÑOR su Dios, ustedes se
santificarán; y serán santos, porque yo soy santo” (cp. 1 P.
1:15-16). Muchos saben que es un imperativo bíblico y, ciertamente, muchos intentan
cumplirlo. Es aquí donde, lamentablemente, varios caen en el perfeccionismo,
que no es nada más que legalismo enmascarado.
Lo primero que tenemos que saber es que la
santificación es una doctrina, es decir, es una verdad bíblica, es una verdad
que la Escritura enseña. Hay quienes no les gusta eso y dicen: “la
santificación no es una doctrina, sino que es vida”. Por más bonito que suene, esto
no es verdadero. La santificación es una de las doctrinas de la gracia, una
doctrina que ocupa un lugar en el cadena de oro de la salvación. La
Confesión de Fe de Westminster, refiriéndose a la santificación señala lo
siguiente:
Aquellos que son llamados eficazmente y
regenerados, habiendo sido creado en ellos un nuevo corazón y un nuevo espíritu,
son además justificados de un modo real y personal, por virtud de la muerte y
resurrección de Cristo, por su Palabra y Espíritu que mora en ellos. El dominio
del pecado sobre el cuerpo entero es destruido, y las diversas concupiscencias
del mismo son debilitadas y mortificadas más y más, y los llamados son cada vez
más fortalecidos y vivificados en todas las gracias salvadoras, para la
práctica de la verdadera santidad, sin la cual ningún hombre verá al Señor[19].
La Confesión de Fe de Westminster describe
la santificación como una doctrina de la gracia. Ella sigue en orden lógico (no
cronológico) a la regeneración, a la conversión y a la justificación y,
antecede, a la glorificación. Es fruto de nuestra unión con Cristo, unión que, como
ya dijimos anteriormente, es realizada por el Espíritu Santo. Es el mismo
Espíritu quien capacita al creyente para “la práctica de la verdadera
santidad, sin la cual ningún hombre verá al Señor” (He. 12:14). Abraham
Kuyper escribiendo sobre el asunto dice:
Por amor a la claridad del entendimiento y
procedimiento más seguro, nosotros debemos volver a la enseñanza precisa de que
la santificación es una doctrina, una parte integral de la confesión, un
misterio, de la misma forma que la doctrina de la reconciliación y, por tanto,
es un dogma. En verdad, en el tratamiento de la santificación, nosotros
penetramos justamente en la esencia de la confesión, el dogma que destella en
la doctrina de la santificación[20].
Entender que la santificación es una
doctrina, no implica afirmar que ella no tenga aplicación en la vida del
creyente. Cada doctrina bíblica nos presenta un desafío existencial, ya que no
se trata de frías formulaciones intelectuales, sino de verdades transformadoras
que alcanzan todo lo que somos. Sin embargo, olvidar que es una doctrina y
caracterizarla únicamente con el adjetivo “vida”, es deformar lo que la Biblia enseña
sobre ella.
Si la santificación es una doctrina, ¿qué
debo saber acerca de ella? La respuesta a esta pregunta determinará lo que
haremos en la práctica. Y los reformadores la hallaron en las páginas de la
Escritura.
Primeramente debemos decir que hay dos
aspectos importantes en la doctrina de la santificación que nunca deben ser
olvidados: (1) Los creyentes poseen una nueva identidad en virtud de su unión
con Cristo. Por esta unión el creyente ha muerto al pecado (Ro 6:4); (2) Esta
nueva identidad no significa que el creyente este libre del pecado en esta vida
(Ro 7:14-20).
La unión del creyente con Cristo es
fundamental. Es por medio de ella que el cristiano disfruta de todas las
promesas que Dios ha concedido en Cristo. De esta unión fluyen ciertas
implicaciones. Siguiendo a Sinclair Ferguson[21] podemos decir que:
(1) En Cristo, el reinado del pecado terminó y ahora los creyentes están
muertos para el pecado (Ro 6:11).
(2) El pecado no puede reinar más existencialmente, ya que no tiene más
autoridad sobre el creyente (Ro 6:12).
(3) El creyente no debe permitir que su cuerpo sea ofrecido en servicio al
pecado, inducido por los placeres inmediatos que ofrece (Ro 6:13).
(4) El creyente se debe entregar voluntariamente al Señor como alguien que
reconoce su nueva identidad, como alguien que fue “traído de la muerte para la
vida” (Ro 6:13).
Vemos que la unión con Cristo coloca al
creyente en una nueva condición. El pecado ya no reina en él, por tanto, no
debe someterse a sus deseos y ni servirlo como antes lo hacía. El pecado no
tiene autoridad sobre el cristiano, pues ya no es más un esclavo del pecado.
Si bien es cierto que la Escritura afirma
categóricamente la nueva condición del creyente, también es cierto que ella
describe la existencia de un conflicto que permanentemente afecta al cristiano.
Pablo lo expone de la siguiente forma:
Porque según el hombre interior, me deleito
en la ley de Dios; pero veo en mis miembros una ley diferente que combate
contra la ley de mi mente y me encadena con la ley del pecado que está en mis
miembros. ¡Miserable hombre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Doy
gracias a Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor! (Ro 7:22-25a).
Hay tres elementos importantes que debemos destacar
como enseñanza de este texto de Pablo:
(1) Un deleite interno: Pablo dice que en el hombre
interior, él se deleita en
la ley de Dios. El hombre interior significa lo que Pablo es en su ser más íntimo,
lo que corresponde al centro de su personalidad. Es aquí donde Pablo siente la
mayor alegría en servir a Dios y existe un profundo deseo por vivir guardando
Su Palabra y sometiéndose a Su voluntad. La expresión “me deleito” es de profunda importancia. No se trata de un simple
agrado, es más que eso, se trata de un placer máximo. Esta es también la
experiencia de todo creyente verdadero. En lo íntimo de su ser quiere servir al
Señor y se deleita en hacerlo. En lo íntimo de su ser el creyente quiere agradar
a Dios en todos los aspectos de su vida y ama obedecer sus mandamientos.
(2) Un dilema interno: A pesar de
que Pablo se deleita en la ley de Dios en el hombre interior, obedecer a dicha
ley es algo bien diferente. Pablo ve que existe “una ley diferente” en
él. Esta ley está en oposición a la ley de Dios. Por “una ley diferente”
debemos entender una especie de principio compulsivo que fuerza a Pablo
a actuar de forma diferente de la que él desea. Es importante decir que Pablo
no está afirmando que la materia en sí es mala, sino que las fuerzas del pecado
actúan en el cuerpo material. La “ley diferente” está en abierta oposición a la
ley de la mente. Aquí la idea de conflicto es importante. Pablo sigue luchando,
no se ha rendido a los poderes de la carne. El hecho de que diga que esta ley
se opone a la ley de la mente manifiesta el lado intelectual de su lucha. Pablo
se refiere al centro de la voluntad, al intelecto, de donde todas las acciones
y deseos surgen (lo que en la Escritura también se conoce como corazón). Es
allí donde se traba un conflicto permanente. Este dilema interno afecta a todos
los cristianos. Si bien los cristianos desean con todo su corazón servir a Dios
y obedecer su Palabra, muchas veces se ven forzados internamente a desobedecer.
Esta fuerza, no es externa, sino que interior. Ella milita violentamente contra
el deseo de agradar a Dios. Es una lucha entre “querer hacer el bien” y el “no
hacerlo”. Al igual que Pablo, el verdadero creyente no desiste. A pesar de ser
muchas veces abatido, el cristiano sigue luchando, ya que esta realidad no es
una excusa para pecar diciendo “nada puedo hacer”.
(3) Una liberación interna: Frente al triste conflicto
interno Pablo pregunta: “¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”. Lo que
nos puede parecer una pregunta retórica cuya respuesta sería un categórico:
“¡Nadie!”, obtiene una maravillosa respuesta en el verso 25: “¡Doy gracias a
Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor!”. La victoria la da el Señor por
medio de Jesucristo. Dios en Cristo ha suplido todas las necesidades de los
creyentes (Flp. 4:19). Claramente las palabras de Pablo manifiestan una
gratitud por la liberación que el Señor ha realizado. Ahora, ¿la liberación a
la que Pablo se refiere es presente o futura? Ciertamente la liberación que hoy
experimentan los cristianos es parcial. Aún falta para aquel día glorioso en
que finalmente sus cuerpos serán glorificados y transformados completamente a
imagen de Cristo.
Como podemos ver, existe un conflicto
permanente en esta vida. Por eso Martín Lutero hablaba del creyente como “simul iustus et peccator”
(simultáneamente justo y pecador). Somos santos, pero pecadores. Hemos recibido
un principio de nueva vida y el Espíritu Santo nos santifica día a día,
vivificando nuestro ser y renovando el hombre interior.
La doctrina de la santificación es
preciosa. Nos habla de lo que Dios ha hecho por los cristianos y de lo que aún hará
por y en los cristianos. Sólo en Él hay poder para seguir adelante, en Él está
el poder para vencer el pecado. Necesitamos, entonces, aferrarnos al Señor y
suplicar que Él nos capacite cada día para crecer en santidad. Este es un
precioso legado que nos dejó la Reforma.
Calvino, hablando sobre la
santificación dijo que el poder de la Palabra de Dios para cambiar a las personas
tiene un doble aspecto: Primero, cambia a los enemigos de Dios en sus hijos y,
segundo, enseña a los hijos de Dios a honrar a su Padre más y más (Herman J.
Selderhuis, John Calvin: A Pilgrim´s Life).
CONCLUSIÓN:
Ya son 500 años desde que el
martillo golpeó en las puertas de la capilla en Wittenberg. Muchos eventos han ocurrido
desde ese entonces. Ciertamente nos gustaría decir que se ha tratado de una
historia gloriosa, sin embargo, también ha sido una historia marcada por
conflictos. Pero la existencia de conflictos no debe desanimarnos. Al
contrario, debemos mirar a estos 500 años con gratitud a Dios, porque levantó a
hombres y mujeres que se dedicaron fervientemente al estudio de las Escrituras,
viendo en ellas al Dios glorioso que en ellas se revela y cuya revelación
máxima es Jesucristo.
La Reforma nos enseña que el ser
humano jamás podrá conseguir encontrar significado a menos que se vuelva a Dios. Y Dios se ha dado a conocer
por medio de Su Palabra y, principalmente, por medio de Jesucristo. Sólo en la
Palabra de Dios encontramos la fuente para que nuestra doctrina, nuestro culto
y nuestra vida glorifiquen a Dios.
Para concluir, quiero parafrasear a
Abraham Kuyper, quien muy pertinentemente señaló:
[...]La Reforma (El calvinismo) adopta su postura en un
pensamiento fundamental que es igualmente profundo. No busca a Dios en la criatura, como lo hace el
paganismo; no aísla a Dios de la criatura, como lo hace el
islamismo; no postula ninguna comunión
mediada entre Dios y la criatura, como lo hace el romanismo; sino que
proclama el pensamiento augusto de que, aunque residiendo en alta majestad por
encima de la criatura, Dios entra en
compañerismo con la criatura, como Dios el Espíritu Santo. Este es
precisamente el corazón y núcleo de la confesión reformada (calvinista)[...][22].
¡A Dios
sea toda gloria!
[1] WELLS, David F. God in the Wasteland: The Reality of Truth in a World of Fading Dreams.
Grand Rapids: Eerdmans & Leicester, Inglaterra: InterVarsity, 1994, p. 30.
[2] MCGRATH, Alister. La Revolución Protestante. Brasilia: Editora Palavra, 2012, p.
27-28.
[3] GEORGE, Timothy. Teología de los Reformadores. Sao Paulo: Vida Nova, 1993, p. 64.
[4] Ibid.
[5] Ibid. p. 119.
[6] KUYPER, Abraham. La Obra del Espíritu Santo. Sao Paulo: Cultura Cristiana, 2010, p.
341.
[7] WELLS, Paul: Calvin and Union with Christ. Grand Rapids: RHB, 2010, p. 66.
[8] WENDEL, François. Calvin: The Origins and Development of His Religious Thought, trad. Philip Mairet Londres: William
Collins, 1965, p. 151.
[9] WELLS, op. Cit. P. 69.
[10] Inst.
III.1.1.
[11] VAN DIXHOORN, Chad. Confessing The Faith: A reader´s guide to the Westminster Confession of
Faith. Edimbrugh: Banner of Truth, 2016, p. 50-51.
[12] STOTT, John R.W. Las Controversias de Jesús. Barcelona: Andamio, 2011, p. 185.
[15] Cf. TEMPLE, William. The Hope of a New World, p. 30.
[22] KUYPER, Abraham. Conferencias sobre el Calvinismo: una cosmovisión bíblica. Costa
Rica: CLIR, 2010, p. 24-25.
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