sábado, 29 de septiembre de 2012

¿Somos los cristianos iguales a los no cristianos?




Cada época tiene sus énfasis. Estos énfasis obedecen a ciertos criterios que se estiman importantes para un determinado grupo en un tiempo y lugar determinados.

En el tiempo de la reforma y, posteriormente, en la era del puritanismo, el énfasis en la consagración de cada creyente formaba parte del discurso recurrente en casi todos los círculos cristianos. Muchos libros, sermones, charlas, etc., giraban en torno a textos tales como: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Ro. 12:1-2). Sin embargo, podemos ver que en el día de hoy este énfasis se perdió. ¿Qué es lo que está mal? ¿Será que hemos dejado de interpretar correctamente la Palabra de Dios?

En este pequeño artículo me propongo revisar dos cosas: Primero, examinar a luz de las Escrituras la condición que gozan los creyentes en Cristo Jesús y, segundo, ver el alcance que esa condición tiene para nuestras vidas.


La condición de los creyentes: La comunidad de los hijos de Dios.

Cuando la Biblia habla de la iglesia siempre lo hace en términos de una comunidad de personas. Este grupo de personas ha llegado a la iglesia porque Dios las ha llamado, no por esfuerzos personales ni por pertenecer a algún tipo de casta especial (Hch. 2:41, 47).

Estar en la iglesia del Señor es un privilegio inmerecido. Dios, en su infinita gracia, ha escogido y llamado en Cristo Jesús a todos aquellos que Él quiso (Ef. 1:3-10; 2:11-16).

La condición de todos aquellos que forman parte de la iglesia del Señor es la de hijos de Dios. Ser hijo de Dios significa que los creyentes han sido adoptados por Dios en Cristo (Ef. 1:5; Gl. 4:4-5). Esto tiene una importancia tremenda. Sin Cristo, todos los hombres y mujeres son “hijos de ira” (Ef. 2:3); en Cristo, son “hijos de Dios” (Ef. 1:5).

Esta nueva condición marca una diferencia abismante entre las personas, pues no todo el mundo pertenece a la Iglesia del Señor. Aquellos que niegan a Cristo, que no creen en Su nombre, que no desean tener parte ni comunión con Él son denominados en las Escrituras como “el mundo”. La iglesia, por lo tanto, es un grupo que ha sido llamado por Dios a salir del mundo y vivir una vida de santidad que glorifique a Aquel que los llamó. La iglesia ha sido llamada a “segregarse”, esto es, a apartarse del mundo.

A pesar de este llamado, encontramos también en la Biblia varios mandamientos en los que se les ordena a los creyentes que ejerzan influencia en el mundo con su forma de vivir santa y piadosa (Mt. 5:13-16; 1 P. 2:11-12). Esta influencia tiene un doble aspecto: por un lado, los creyentes son “sal de la tierra” y “luz del mundo”. Por otro lado, ellos deben apartarse del pecado. Que los creyentes sean “sal de la tierra” puede significar que ellos cumplen funciones tales como: preservación (Carson), purificación, sazón (Luz), fertilización (Gundry). Algunos piensan que la sal es una metáfora para describir a la sabiduría (Nauck). Cada una de estas asociaciones son posibles y pienso que es difícil decir con total seguridad lo que pasó por la mente de los discípulos cuando oyeron estas palabras de Jesús. Sin embargo, sí podemos señalar que las palabras de Jesús significan que los creyentes son de una importancia vital y necesaria para el mundo en su labor de testigos de Dios y de Su reino. Lo mismo puede ser aplicado a la segunda máxima de Jesús (“luz del mundo”). El segundo aspecto de esta influencia tiene que ver con apartarse de las prácticas pecaminosas mundanas y mantener un testimonio digno de un hijo de Dios. Juan en su primera carta escribe: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él” (1ª Jn. 2:15).

¿Cómo puedo entender lo que la Escritura nos presenta? Si por un lado debo influir en el mundo y por otro apartarme de él, ¿qué debo hacer?

Creo que entender bíblicamente los conceptos de mundo y mundanidad será de gran ayuda para resolver este dilema.

Por mundo (Heb. ‘Olam; Gr. Kosmos) las Escrituras quieren decir lo siguiente:

(a)   El universo creado (Mt. 16:26; Hch. 17.24).
(b)   El planeta Tierra (Jn. 1:9-10; 16:21).
(c)    La humanidad.
(d)   El mundo en cuanto corrompido por el pecado (1ª Jn. 2:15). Este mundo en sentido peyorativo es una especie de influencia nociva y contagiosa que corrompe todo. Cuando la Biblia intima a los creyentes a salir del mundo está refiriéndose a esta denotación.

La iglesia del Señor debe conservarse pura de la mundanidad. Siempre la iglesia oscila entre la pureza y la mundanidad. Muchas veces parece que ella está totalmente corrompida, pero Dios ama a Su iglesia mucho como para dejarla que se contamine completamente.

Delante de esto vemos que la condición que tienen los creyentes contiene una potente obligación. Ellos son hijos de Dios y ciudadanos del Reino de los Cielos. Esta condición los distingue de todos aquellos que no forman parte de la iglesia de Dios.
Ahora, es necesario decir que esa condición no quiere decir que los cristianos sean mejores que aquellos que no lo son. Es más, cualquiera que se dice cristiano y tiene aires de superioridad se encuentra completamente engañado. La Biblia dice: Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia” (1ª Co. 1:26-29). No somos cristianos porque somos mejores, sino que lo somos porque Dios ha derramado Su gracia en Cristo en nosotros. Los fariseos de los tiempos de Jesús no entendían esto. Ellos creían ser los mejores y, de hecho, se jactaban de eso. En una ocasión cuando se oponían a Jesús algunos dijeron: “Nuestro padre es Abraham” (Jn. 8:39). En esta simple frase se desenmascara toda la errónea compresión que ellos tenían de su condición. Ellos pensaban: “¡No somos iguales a todos, somos descendientes de Abraham!”. Muchos cristianos actúan de la misma forma que los fariseos de la época de Jesús. Creen que son superiores, que no son como el resto de los pecadores. ¿Por qué sucede eso? Creo que son varios los motivos. Uno de ellos es que se les ha enseñado de forma indebida lo que significa ser cristiano y eso es en parte el discurso de los neo-pentecostales. Ellos afirman cosas como: “Eres hijo del Rey, mereces vivir como Rey”. A simple vista una frase como esa no contiene ningún tipo de maldad, pero si la observamos detenidamente comprenderemos que hay detrás de ella una gran falacia. No hemos sido llamados a ser la élite de la sociedad, sino que la sal y la luz del mundo. Nuestra tarea es reflejar a Cristo, no presentarnos a nosotros mismos como los protagonistas de la historia. Cristo es el centro, a Dios sea la gloria y nosotros sólo somos siervos que hemos recibido todo de gracia (Ef. 2:8).
Nuestra condición nos distingue del resto de la humanidad. Nos hace especiales delante de los ojos del Señor, pero ella no obedece a nuestras capacidades personales ni menos debe llevarnos a la vana jactancia. Al contrario, debemos vivir agradecidos porque todo lo que somos se lo debemos al Señor. No debe existir una actitud de superioridad, sino de humildad y debemos considerar a los otros como superiores a nosotros mismos. Pablo deja muy claro eso cuando escribe a los Filipenses: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros” (Flp. 2:3-4).


Las implicaciones de la condición de los creyentes: Una Comunidad Santa.

Habiendo visto nuestra condición pasamos ahora a ver de forma breve las implicaciones que ella tiene para la vida de los creyentes.
Pedro escribe en su primera carta lo siguiente:

“Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia” (1 P. 2:9-10).
Una vez que describe nuestra condición, Pedro continúa:
“Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma, manteniendo buena vuestra forma de vivir entre los gentiles; para que en lo que murmuran de vosotros como de malhechores, glorifiquen a Dios en el día de la visitación, al considerar vuestras buenas obras” (1 P. 2:11-12).
Aquí vemos de forma clara las implicaciones de nuestra condición de hijos de Dios. Debemos vivir una vida de santidad. Pedro ruega a los creyentes que batallen contra los deseos de la carne. Además, les ruega que vivan una vida digna del evangelio para que de esa forma puedan acallar a aquellos que murmuran contra ellos.
Esto tiene una importancia significativa. Vivimos en tiempos donde muchos creen ser más espirituales que otros. Generalmente aquellos que se juzgan más espirituales son personas que adolecen de muchos problemas en sus vidas, pero a pesar de ello, levantan sus dedos inquisidores acusando al resto de fariseos o fríos. Pedro dice que la mejor forma de acallar a esas personas es viviendo una vida de santidad.
La vida de santidad es el resultado de nuestra unión con Cristo Jesús. Ahora que tenemos una nueva condición (el indicativo del evangelio) debemos vivir conforme a esa nueva condición (los imperativos del evangelio). La vida cristiana requiere de esfuerzo y es un esfuerzo constante. Pablo escribiendo a los filipenses pide que los creyentes se comporten “como es digno del evangelio de Cristo” (Flp. 1:27). Es aquí donde muchos tropiezan, porque intentan cubrir su vida cristiana con experiencias y emociones en vez de pedir que el Señor los capacite cada día más y más para vivir en santidad.
Los cristianos no son iguales que los no cristianos por dos motivos. En primer lugar, porque han sido llamados a formar parte del pueblo de Dios. En segundo lugar, no son iguales porque su vida debe estar sazonada por el llamado a la santidad que el Señor ha pronunciado. Fue Él quien dijo: “Porque yo soy Jehová vuestro Dios; vosotros por tanto os santificaréis, y seréis santos, porque yo soy santo” (Lv. 11:44).
Hemos recibido una condición sublime y un llamado sublime. Pidamos la gracia suficiente para apreciar y entender estas cosas. 

viernes, 21 de septiembre de 2012

Calvino y la Predicación




El hecho de que los púlpitos estén elevados sobre los bancos en la iglesia tiene menos que ver con la estatura del pastor y más con la importancia del mensaje. El mensaje viene desde arriba y el predicador sólo pasa a lo largo de la Palabra. La importancia del predicador es, por lo tanto, grande y limitada a la vez.

Es por el bien de la audición que el púlpito está elevado. Según las Escrituras, Jesús predicó desde un bote de pesca a las multitudes que estaban en la orilla. Esto no fue solamente para mantener la distancia, sino para alcanzar mejor a sus oyentes. El púlpito de Calvino también estaba dispuesto de tal forma que él pudiera estar cercano y, además, estaba elevado, para que la Palabra pudiera descender.

Calvino tomó su tarea de predicador muy seriamente. Él vio al predicador como un embajador de Dios para la iglesia. Calvino enseñó que cuando él hablaba como predicador, era Dios mismo quien hablaba. Esto también significaba que Calvino tenía cuidado de cada palabra que pronunciaba. Fue por esta razón que Calvino no subía al púlpito sin una consideración cuidadosa, porque él pensaba del púlpito como “el trono de Dios, y desde ese trono Él quiere gobernar nuestras almas”. La presencia del púlpito significaba que en la iglesia la congregación estaba cara a cara con el trono de justicia de Dios, donde la culpa debe ser confesada y donde el perdón puede ser obtenido. Para el predicador significaba hablar solamente después que él primero oyese respetuosamente a su Maestro. Esto es verdad no sólo para Calvino, sino que también para cada predicador. Si un pastor no es primero un estudiante de la Palabra “sería mejor que se quebrara el cuello mientras sube al púlpito”. “Para Dios no hay nada más sublime que la predicación del evangelio… porque es el medio para llevar a las personas a la salvación”. 

Calvino tenía suficiente conocimiento de sí mismo para darse cuenta que él también debía estar sujeto a la Palabra. “Cuando subo al púlpito, no es simplemente para instruir a otros. No me excluyo a mí mismo, desde que yo mismo debo permanecer como un estudiante también y las palabras que salen de mi boca son para mi servicio y para el de otros. Si no es así, ¡Ay de mí!”.

Conforme a Calvino, el poder de la Palabra de Dios para cambiar a las personas tiene un doble aspecto: Primero, cambia a los enemigos de Dios en sus hijos y, segundo, enseña a los hijos de Dios a honrar a su Padre más y más (Herman J. Selderhuis, John Calvin: A Pilgrim´s Life).

viernes, 14 de septiembre de 2012

La Verdadera Conversión





El objetivo de nuestra predicación es que los hombres y las mujeres reconozcan que son pecadores y que se alleguen a los pies de Cristo reconociéndolo como Señor y Salvador. Esa transformación es lo que se conoce como conversión.

La conversión cristiana es una de las doctrinas que ha causado más de una polémica dentro del medio evangélico. Algunos discuten su naturaleza, otros el agente iniciador y, aun otros, sus resultados. Creo que una de las discusiones más interesantes estriba en saber si una conversión es verdadera o no. Es cierto que no hemos sido llamados a juzgar la conversión de nadie, sin embargo, la Escritura nos proporciona ciertas pautas que nos permiten saber si estamos frente a una verdadera conversión o no.

En el libro de Hechos de los Apóstoles encontramos un evento que describe lo que es la conversión; a saber, la conversión de Saulo de Tarso (Hechos 9:1-31). Este suceso es uno de los más significativos de la historia cristiana y tanto es así, que el encuentro de Saulo con Jesús está registrado en 3 pasajes del libro de Hechos (9:1-19; 22:3-21; 26:12-18). Sólo un acontecimiento de real importancia es mencionado más de una vez en las Escrituras.

La conversión de Saulo de Tarso es grandemente instructiva para nosotros, pues en ella vemos lo que sucede cuando Dios convierte a una persona.

(1)   Dios convierte a quien Él quiere (Hch. 9:1-2)

Pablo, antes de su conversión era, hablando en términos humanos, la última persona que nos imaginaríamos como un cristiano. Lucas lo describe como un celoso, vehemente y entusiasta perseguidor de los cristianos (9:1). Pablo, posteriormente, no desmiente la descripción dada por Lucas, sino que confirma lo que se dijo con respecto a él (cfr. Hch. 26:11; Gl. 3:13).   

¿Por qué Pablo reaccionaba de esta forma contra los cristianos? ¿Por qué tanto odio? Él mismo nos da los motivos en Filipenses 3:5-6, “circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo de hebreros; en cuanto a la ley, fariseo; en cuanto al celo, perseguidor de la iglesia; en cuanto a la justicia que es en la ley, irreprensible”. Él era un fariseo. Era un fervientemente y celoso observador de las tradiciones judías. No soportaba la posibilidad de que alguien intentase cambiar lo que él creía ser la verdad absoluta. Él cumplía la ley (no solamente la Torah, sino también las interpretaciones de ésta hecha por los fariseos). Este celo llevó a Pablo a transformarse en perseguidor y asesino (cf. Hch. 7:58; 8:1, 3).

¿Crees que Pablo merecía ser un cristiano? ¿Crees que él es el ejemplo de la persona que Dios escoge? La verdad es que nosotros no sabemos a quién Dios va escoger. Por lo tanto, nunca desistas de orar, incluso por aquellos que son duros y contrarios al cristianismo. Dios puede tener para ellos un propósito sublime y santo.

(2)   Dios convierte como Él quiere (Hch. 9:3-19)

En el Libro de Hechos encontramos una gran variedad de relatos que describen conversiones. Casi todos los capítulos registran una. Es verdad que las conversiones son diferentes, pero todas revelan siempre dos elementos: las personas reconocen a Jesús como Señor y Salvador y, también, se reconocen a sí mismas como pecadoras que necesitan de un Salvador.

La conversión de Pablo fue un evento extraordinario. Nos dice el texto de Hechos 9 que “le rodeó un resplandor de luz del cielo”. Luego nos dice que Pablo “cayendo en tierra” escuchó una voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”. Saulo pregunta: “¿Quién eres Señor?”. Y escucha la respuesta: “Yo soy Jesús, a quién tú persigues…”. Delante de esta visión, no dudo que Pablo quedó completamente aterrado. Seguramente después de saber que era Jesús y de recibir la acusación “tú me persigues”, Pablo debe haber pensado: “hasta aquí llegué, ¡voy a morir!”. Sin embargo, al instante somos maravillados con el contraste en las palabras de Jesús: “Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que debes hacer”. Pablo pensaba que moriría, que sería el fin de su existencia. Sin embargo, Jesús se muestra misericordioso para con él.

Como consecuencia de este poderoso encuentro, Pablo el gran perseguidor, se transformó en un niño atemorizado. Nos dice el texto que quedó totalmente impactado: Tres días sin ver, sin comer y sin beber nada. Acto seguido, el relato dice que Dios llamó a un discípulo de nombre Ananías para que fuese donde Pablo estaba, a fin de hablarle lo que era necesario hacer. De Ananías podemos aprender algunas cosas:

(1) Era un cristiano, o sea, uno de los perseguidos por Pablo (v.10).

(2) Recibió una orden difícil de cumplir, pues conocía la fama de Pablo (v. 11-14).

(3) A pesar de estar receloso y temeroso, cumplió la orden del Señor: “fue entonces Ananías…” (v.17).

(4) Entendió que Dios había escogido a Pablo, ya que cuando se encontró con él lo llamó de “Hermano Saulo” (v.17).

(5) Ananías fue el instrumento de Dios en la vida de Pablo para que éste entendiese lo que había sucedido y para informarle sobre lo que debía hacer de ahora en adelante (cf. v.6 con 17-19).

No todas las conversiones son tan espectaculares como la del apóstol Pablo. Algunos nacen en familias cristianas, otros escucharon a un predicador y creyeron. Sin embargo, muchos han sido quebrantados y humillados hasta lo sumo por Jesús, a fin de reconocerle como Señor y Salvador. Así que, ¡cuidado para los que se resisten! El Señor puede llegar a ustedes poderosamente y demostrarles quién es Él.

¿Ya fuiste incomodado por el Señor para hablar de Cristo a alguien de mala reputación? Y si Dios está queriendo usarte para eso, ¿cuál sería tu reacción?

(3)   Dios convierte verdaderamente (v. 11-31)

Ya notamos que la conversión de Pablo fue inesperada, quiero decir… ¿Pablo? También hemos dicho que luego de su encuentro con Jesús, Pablo realmente cambió. ¡Y su cambio fue radical!

Lo que sucedió con Pablo nos ayuda a encontrar algunas características de una real conversión. No digo que estas sean todas las características de una verdadera conversión, pero sí creo que en este texto tenemos algunas de suma importancia. Dentro de ellas podemos mencionar las siguientes:

(1) Él oró (v.11): La oración es una excelente señal de la verdadera conversión. Aquel que no ora, ciertamente no conoce a Dios.

(2) Él fue bautizado (v.18): El bautismo es la señal visible de la alianza. Mediante ella testificamos que somos parte del pueblo de Dios. Quien que no se preocupa con el bautismo, que no tiene interés en ser bautizado, no puede ser creyente verdadero.

(3) Él comenzó a tener comunión con los demás cristianos (v.19). Antes Pablo los detestaba, quería encarcelarlos y anhelaba destruirlos. Ahora comparte con ellos, pues forma parte de la misma familia. Quien no tiene amor por otros cristianos, no puede ser un cristiano verdadero.

(4) Él comenzó a predicar a Cristo (v.20). Afirmaba que Jesús es el Hijo de Dios, el Mesías prometido y demostraba que era el Cristo (v.22). Quien dice ser cristiano y no habla de Jesús, quien no proclama la salvación en su nombre, ciertamente no ha sido alcanzado por la gracia de Dios, ya que los que conocen a Jesús como Señor y Salvador no pueden dejar de anunciar el Evangelio (cfr. 1 Co. 9.16).

(5) Él comenzó a ser perseguido (v.23). El perseguidor se transformó en perseguido. Todos los cristianos hemos sido llamados a sufrir por causa del Señor, puesto que todo aquel que quiere vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerá persecución (cfr. 2 Ti. 3:12). No todos sufriremos de la misma forma, algunos lo harán por medio del martirio, otros, por medio de la persecución, otros por medio de constantes burlas y acechanzas. Nadie puede ser cristiano y anhelar no pasar por sufrimientos, ya que el propio Señor Jesucristo sufrió y, nosotros, siervos Suyos, experimentaremos lo mismo (cfr. Heb. 11:36-38).

(6) Fue enviado a ministrar en otros lugares (v.30). Luego de este capítulo, la figura de Pablo desaparece y sólo la volvemos a encontrar en el capítulo 13 donde comienza su primer viaje misionero. Es verdad que no todos son llamados para el ministerio a tiempo integral, pero sí todos fuimos llamados a servir. Quien argumenta que no tiene tiempo, que está muy ocupado, en realidad revela una falta de interés por las cosas del Señor y, por ende, su conversión es dudosa. Aquel que ha sido alcanzado por la gracia de Dios desea servirle con su vida y está dispuesto a ir (o hacer) lo que sea necesario.

Vemos que la verdadera conversión es obra de Dios. Él toma la iniciativa, él escoge, llama, regenera, convierte, justifica, santifica y, finalmente, glorifica. Dios escoge conforme a Su voluntad y no conforme a la nuestra. Dios escogió a un perseguidor y lo transformó en el más grande misionero en la historia de la iglesia cristiana.  

Dios también escoge la forma como convertirá, en el caso de Pablo su presentó poderosamente. Eso no quiere decir que existe un patrón para las conversiones. Así como existe diversidad de personas, la gracia multiforme de Dios opera de formas diferentes de acuerdo con la voluntad del Señor.

Finalmente, cuando Dios convierte, Él realmente convierte. La persona no puede seguir igual, pues ha recibido una nueva naturaleza. Tal como Pablo mismo escribió años después a los Corintios: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”.

¡Qué transformación! ¡Qué milagro hizo el Señor! ¡Cómo cambió completamente a un hombre!  

¿Ya experimentaste ese tipo de cambio en su vida? ¿Fuiste fue transformado por Dios cuando te convertiste? ¿Cómo es tu vida hoy? ¿Vives el evangelio? ¿Tu vida está centrada en Cristo?

Cuando Dios convierte hay cambio, hay transformación. A pesar de que todavía somos pecadores, nunca podemos decir que somos cristianos si seguimos viviendo igual que antes. ¡El Señor realmente convierte!