miércoles, 27 de junio de 2012

EL HOMBRE Y LA MUJER SEGÚN LA BIBLIA (Parte 1)


Hombre y Mujer Como Criaturas De Dios.

Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra. Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Génesis 1:26-27).

La creación del hombre y de la mujer fue fruto de la voluntad de Dios. Él decidió crearlos y Él los hizo. El relato de la Creación dice que en el sexto día, Dios creó al ser humano. Este ser viene a transformarse desde ese momento en la corona de la creación, en la criatura que representará a Dios en el mundo creado.

En la creación del ser humano hay un elemento que lo distingue de todo lo demás que Dios creó. Nos dice la Biblia que Dios dijo: “Hagamos al hombre…”. En esta expresión notamos que hubo una deliberación divina para la creación del ser humano. En este consejo divino entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, se determinó crear al ser humano. Lo interesante es que esta deliberación previa no es mencionada respecto a las demás criaturas, lo que confirma la dignidad del ser humano por sobre todos los demás seres vivos[1]. La creación del ser humano es, entonces, fruto de la sabiduría y concejo del Dios Trino.

La imagen de Dios en el ser humano es una exclusividad de la humanidad. Esto es lo que hace del ser humano alguien tan especial. La Biblia dice que Dios creó al hombre “a su imagen y semejanza”. Esta imagen divina en el hombre debe ser entendida en cuatro sentidos:

(1)    Personalidad: Dios es un ser personal y el ser humano comparte de este mismo atributo. La personalidad implica que el humano posee consciencia, conocimiento y responsabilidad.

(2)    Espiritualidad: Dios es Espíritu y el ser humano es un ser espiritual también. El ser humano está compuesto por dos elementos, la materia (cuerpo) y el espíritu (o alma).

(3)    Libertad: Dios es un ser libre y Él creó al ser humano libre, esto es, con la capacidad para hacer cosas y para dejar de hacerlas.

(4)    Expresividad: Dios hace conocida Su voluntad y la ejecuta. El ser humano goza de la misma capacidad. Él manifiesta su voluntad y ejecuta actos destinados a ejercerla[2].

Dios no sólo creó al ser humano y lo hizo a su imagen y semejanza. Él también lo creó “varón y hembra”. Dios creó dos sexos: el hombre y la mujer. Ambos son criaturas de Dios y ambos son portadores de la imagen divina. ¿Qué significa esto último? Que ambos, hombre y mujer, poseen personalidad, espiritualidad, libertad y expresividad. En esto, los dos sexos se igualan y no existe en ellos diferencia alguna. Sin embargo, esto no quiere decir que sean exactamente iguales, puesto que la distinción de sexos hecha por Dios apunta para cierto tipo de diferencia. Ahora, ¿en qué se fundamenta esa distinción? Claramente la respuesta bíblica apunta para funciones o roles. Hombres y mujeres ejercen diferentes roles, roles que fueron asignados a cada uno de ellos por Dios en la creación.

La Distinción De Sexos.

Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Gn. 1:27).

“Entonces Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras éste dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre. Dijo entonces Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada Varona, porque del varón fue tomada” (Gn. 2:21-23).

Como ya hemos dicho, Dios hizo al ser humano y los hizo hombre y mujer. Ambos son portadores de la imagen divina, ambos son llamados a reflejar al Dios creador.

Ahora, el relato de la Creación que se registra de forma general en el capítulo 1 de Génesis, es expandido en el capítulo dos con respecto a la creación del hombre. Es interesante ver que la Escritura destina un capítulo para describir la creación de todas las cosas y, después, un capítulo para relatar la creación del ser humano. Esto claramente confirma lo que hemos dicho: el ser humano es la corona de la creación y su posición en ella como “corona” se debe a que él es el portador de la imagen de Dios.

Génesis 2 describe como Dios creó al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz “aliento de vida”. Desde este momento dice la Escritura que el hombre fue “un ser viviente” (2:7). Este ser viviente requería de un lugar para su morada y Dios lo puso en un huerto llamado Edén (2:8). El hombre no estaría ocioso en aquel lugar, sino que Dios lo colocó allí para que lo “labrara y lo guardase” (2:15). Después Dios dio al hombre su primera prohibición: “De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (2:16-17).

Luego de estos acontecimientos tenemos algo intrigante. Dios dijo: “No es bueno que el hombre esté solo; le haré ayuda idónea para él” (2:18). Lo intrigante es que todo lo que Dios había realizado anteriormente había recibido la aprobación del Él mismo diciendo que: “Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera” (Gn. 1:31). Sin embargo, vemos que en el 2:18 Dios dice: “No es bueno…”. Esta es la primera vez en que encontramos relatado algo que Dios dice no ser bueno. ¿Y qué cosa no era buena? Que el hombre estuviera solo, apuntando para un elemento fundamental para el ser humano: La compañía.

Una cosa digna de destaque es que es el propio Dios quien emite el juicio sobre la inadecuación de la soledad del hombre. El hombre no es consultado sobre su situación. No vemos a Dios preguntándole: “¿Te sientes bien?”, “¿Hay algo que te falte?”. En ninguna parte vemos que es el hombre quien le indica a Dios que algo no está bien.

Dios no solamente evalúa la situación, sino que la rectifica. El hombre necesitaba de alguien que lo acompañara. Dios ve el problema y presenta la solución, pero esta solución parece ser seguida por una pequeña tardanza. Esta tardanza es claramente educativa, ya que nos permite entender la soledad en que se hallaba el hombre. Dios al ver la situación crea a los animales y los presenta delante del hombre para que viese como se debían llamar (2:19). En la medida que nos es posible leer entre líneas, podemos notar que el hombre al ver los animales descubriría por sí mismo que ellos estaban en pares (macho y hembra) lo que lo llevaría a pensar: “todos tienen su par, menos yo”. Luego que el hombre les da sus respectivos nombres a los animales que le fueron presentados el texto dice: “mas para Adán no se halló ayuda idónea para él” (2:20). Aquí hay algo importante que responde al porqué Dios demoró en traer la solución. El texto dice que Dios notó que algo estaba errado, mas Él hizo que el hombre notara lo mismo con su propia experiencia. Al hacer pasar a los animales delante de Adán y pedir que éste les colocase su nombre, Dios no sólo lo estaba instruyendo en su posición de superioridad sobre los animales, sino que también Dios lo estaba preparando para su futura compañera. Al ver a las parejas de animales Adán se dio cuenta de su propia soledad. El hombre no fue creado para estar sólo. Él es un ser sociable, porque Dios así lo hizo.

Dios, por tanto, creó a la mujer. Una compañera idónea para el hombre. Esa compañía idónea es igual a él en términos de constitución esencial. Hombre y mujer comparten de la misma humanidad. En todos los sentidos la mujer comparte de las mismas características de personalidad que vemos en el hombre. La expresión “ayuda idónea” (עֵזֶר כְּנֶגְדֹּו) es importante, pues literalmente significa “alguien que está frente a él”. Esta expresión solamente se encuentra en Génesis 2:18. Parece indicar la noción de complementariedad en vez de identidad. Delitzsch dice que si la idea hubiese sido destacar la identidad, la frase más natural sería “alguien como él” (כמוהו)[3].

Vemos que, si bien existe una igualdad en lo que se refiere a la humanidad, hay una diferencia y ésta diferencia está determinada por la función que la mujer cumple en relación al hombre como “ayuda idónea”, esto es, como aquella que lo complementa.

Dios creó al hombre y a la mujer. Ambos son iguales en dignidad, pues reflejan la imagen de Dios. Sin embargo, hay diferencias que están establecidas en base a la función que cada uno cumple.

En un próximo artículo discutiremos sobre lo que es ser hombre y lo que es ser mujer según la Biblia.


[1] HOEKEMA, Creados a imagen de Dios. Pág. 24.
[2] Cfr. LIMA, Leandro Antonio de. Razón de la Esperanza. Pág. 159-160.
[3] KEIL, C. F., & DELITZSCH, F. (2002). Commentary on the Old Testament. (1:54). Peabody, MA: Hendrickson.

martes, 19 de junio de 2012

LA SANTIFICACIÓN: REFLEJANDO EL CARÁCTER DE JESÚS


Siempre me ha impresionado la falta de santidad en la vida de la iglesia. Creo que todos hemos pasado por períodos en que la comunión con el Señor no parece estar del todo bien. Comenzamos a ser indiferentes hacia el pecado y, con el correr del tiempo, nuestra actitud hacia él se torna permisiva. Ya no nos incomoda, ya no nos molesta. Puede ser que de vez en cuando caemos en sí y pensamos “no puedo creer lo que estoy haciendo”, pero al mismo tiempo aparece otra voz que dice “relájate, disfruta, nadie te está viendo… vive la vida”.

Es cierto que una potente señal que confirma que somos hijos de Dios es el dolor y la incomodidad que causa el pecado cuando lo practicamos. Sabemos que el Espíritu Santo constantemente nos reprende y corrige y nos lleva a la santificación (Ro 8:9-11). Sin embargo, creo que debemos tener cuidado, pues esa incomodidad o esa tristeza no necesariamente pueden ser producidas por el Espíritu Santo. La Escritura nos dice que Dios ha esculpido en nuestra estructura su ley y que ésta ley nos acusa cuando realizamos algo contrario a ella (Ro 2:14-15). Todos los seres humanos, por ser criaturas de Dios, son confrontados con esta ley. Algunos la llaman consciencia. Ella se levanta como un poderoso centinela que nos reprende cuando contradecimos, sea de palabra, hecho o pensamiento, la ley de Dios. Es verdad que la consciencia ha sido oscurecida por el pecado al punto de ser muy difícil para el no creyente reconocer que esa ley es obra del Dios Creador, pero el testimonio bíblico nos dice que ella está presente, que no podemos huir de su constante reproche.

La ley de Dios impresa en nuestra estructura nos acusa o nos defiende de acuerdo a si actuamos o no de conformidad con ella. Ahora es bueno preguntarse: ¿Cómo puedo saber si la tristeza por pecar es fruto de la ley de Dios impresa en mí o si es el Espíritu Santo quien me incomoda? Puede parecer simplista la pregunta, pero ella tiene implicaciones eternas. Si sólo soy acusado por mi consciencia de mis pecados, pasaré por momentos de verdadero remordimiento, pero nunca seré llevado al arrepentimiento, pues este último es un don de Dios. Si sólo experimento remordimiento, cosa que todo ser humano puede experimentar, eso no significa que soy un hijo de Dios. El hijo de Dios vive en arrepentimiento, confesando cada día al Señor sus pecados. Pero no sólo eso, sino que también él desea vivir una vida de santidad. Quiere ser conformado a la imagen de Jesucristo, ya que Él es su Señor y Salvador.

La santificación es una de las doctrinas más enfatizadas, pero es una de las menos conocidas. Por lo general los cristianos hablan de ella citando textos tales como Levítico 11:44: “Porque yo soy Jehová vuestro Dios; vosotros por tanto os santificaréis, y seréis santos, porque yo soy santo…” (cfr. 1 P. 1:15-16). Muchos saben que es un imperativo bíblico y, ciertamente, muchos luchan por cumplirlo. Es aquí donde varios caen en el perfeccionismo, que no es nada más que una careta del legalismo.

Lo primero que tenemos que saber es que la santificación es una doctrina, eso es, es una verdad bíblica, es una declaración que la Escritura Sagrada hace. Hay quienes no les gusta eso y dicen: “la santificación no es una doctrina, sino que es vida”. Por más bonito que esto suene, no es verdad. La santificación es una de las doctrinas de la gracia, una doctrina que ocupa un lugar en el cordón de oro de la salvación.

La Confesión de Fe de Westminster señala lo siguiente:

Los que son llamados eficazmente y regenerados, teniendo creado en ellos un nuevo corazón y un nuevo espíritu, son santificados más y más, verdadera y personalmente, a causa de la virtud de la muerte y resurrección de Cristo, por la morada de su palabra y Espíritu en ellos: el dominio de todo el cuerpo del pecado es destruido, y las varias concupiscencias de él, son mortificadas y debilitadas más y más; son vivificados y fortalecidos progresivamente en todas las gracias salvadoras para que puedan practicar la santidad verdadera sin la cual nadie verá al Señor[1].

La Confesión de Fe describe a la santificación como una doctrina de la gracia. Ella precede en orden lógico (no cronológico) a la regeneración, a la conversión y a la justificación y, antecede, a la glorificación. Ella es fruto de nuestra unión con Cristo, unión que es operada por el Espíritu Santo. Es el mismo Espíritu quien nos capacita, entonces, para “practicar la verdadera santidad sin la cual nadie verá al Señor” (He 12:14). Abraham Kuyper escribiendo sobre el asunto dice:

“Por amor a la claridad del entendimiento y procedimiento más seguro, nosotros debemos volver a la enseñanza precisa de que la santificación es una doctrina, una parte integral de la confesión, un misterio, de la misma forma que la doctrina de la reconciliación, y, por tanto, es un dogma. En verdad, en el tratamiento de la santificación, nosotros penetramos justamente en la esencia de la confesión, el dogma que destella en la doctrina de la santificación”[2].

Entender que la santificación es una doctrina no implica que ella no goce de aplicación práctica para la vida del creyente. Cada doctrina bíblica nos presenta un desafío existencial, ya que no se trata de frías formulaciones intelectuales, sino que son verdades transformadoras que tocan todo lo que somos. Sin embargo, olvidar que ella es una doctrina y caracterizarla con el adjetivo “vida” es deformar lo que la Biblia nos dice sobre ella.

Si la santificación es una doctrina, ¿qué debo saber sobre ella? La respuesta a esta pregunta determinará lo que haremos en la práctica.

Primeramente debemos saber que hay dos aspectos importantes de la doctrina de la santificación que no pueden ser olvidados: (1) Los creyentes poseen una nueva identidad en virtud de su unión con Cristo. Por esta unión el creyente ha muerto para el pecado (Ro 6:4); (2) Esta nueva identidad no significa que el creyente este libre del pecado en esta vida (Ro 7:14-20).

Nuestra unión con Cristo es fundamental. Es en virtud de ella que disfrutamos de todas las promesas que Dios ha hecho en Cristo. De esta unión fluyen ciertas implicaciones. Siguiendo a Sinclair Ferguson[3] podemos decir que:

1.      En Cristo, el reinado del pecado terminó y ahora los creyentes son muertos para el pecado (Ro 6:11).
2.      El pecado no puede reinar más existencialmente, ya que él no tiene más autoridad sobre el creyente (Ro 6:12).
3.      El creyente no debe permitir que su cuerpo sea ofrecido en servicio mercenario al pecado, inducido por los placeres inmediatos que ofrece (Ro 6:13).
4.      El creyente se debe entregar deliberadamente al Señor como alguien que reconoce su nueva identidad, como alguien que fue “traído de la muerte para la vida” (Ro 6:13).

Vemos que la unión con Cristo coloca al creyente en una nueva condición. El pecado ya no reina en él, por tanto, no debe someterse a sus deseos y ni servirlo como antes lo hacía. El pecado no tiene autoridad sobre el cristiano, pues ya no es más su esclavo.

Si bien es cierto que la Escritura afirma categóricamente nuestra nueva condición, también es cierto que ella describe el conflicto que permanentemente afecta al cristiano. Pablo lo expone de la siguiente forma:

Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro (Ro 7:22-25a).

Hay tres elementos importantes que debemos sacar como enseñanza de este texto: (1) Un deleite interno (v.22); (2) Un dilema interno (v.23-24); y (3) Una liberación interna (v. 25a).

(1)   Un deleite interno: Lo primero que Pablo dice es que en el hombre interior él se deleita en la ley de Dios. El hombre interior significa lo que Pablo es en su ser más íntimo, lo que corresponde al centro de su personalidad. Es aquí donde Pablo siente la mayor alegría de servir a Dios y existe un profundo deseo por vivir guardando Su Palabra y sometiéndose a Su voluntad. La expresión “me deleito” es de una profunda importancia. No se trata de un simple agrado, es más que eso, se trata de un placer máximo. Esta es también la experiencia de todo creyente verdadero. En el íntimo de su ser quiere servir al Señor y se deleita en hacerlo. En su ser íntimo el creyente quiere agradar a Dios en todos los aspectos de su vida y ama obedecer sus mandamientos.

(2)   Un dilema interno: A pesar de que Pablo se deleita en la ley de Dios en el hombre interior, obedecer dicha ley es algo diferente. Pablo ve que existe “otra ley” en él. Esta ley contradice a la ley de Dios. Por “otra ley” debemos entender una especie de principio compulsivo que fuerza a Pablo a actuar de forma diferente a la que él desea. Es importante decir que Pablo no está diciendo que la materia en sí es mala, sino que afirma que las fuerzas del pecado actúan en el cuerpo material. La “otra ley” está en abierta oposición a la ley de la mente. Aquí la idea de conflicto es importante. Pablo sigue luchando, él no se ha rendido a los poderes de la carne. El hecho de que diga que esta ley se opone a la ley de la mente manifiesta el lado intelectual de su lucha. Pablo apunta para el centro de la voluntad, para el intelecto, de donde todas las acciones y deseos surgen (lo que en la Escritura también se conoce como corazón). Es allí donde se traba un conflicto permanente. Este dilema interno afecta a todos los cristianos. Si bien los cristianos desean con todo su corazón servir a Dios y obedecer su Palabra, muchas veces se ven forzados internamente a desobedecer. Esta fuerza, no es externa, sino que interior. Ella milita violentamente contra el deseo de agradar a Dios. Es una lucha entre “querer hacer el bien” y el “no hacerlo”. Al igual que Pablo, el verdadero creyente no desiste. A pesar de ser muchas veces derrotado, el cristiano sigue luchando, ya que esta realidad no es una excusa para pecar diciendo “nada puedo hacer”.

(3)   Una liberación interna: Frente al triste conflicto interno Pablo pregunta: “¿quién me librará de este cuerpo de muerte?”. Lo que nos puede parecer una pregunta retórica cuya respuesta sería: “¡Nadie!”, obtiene una maravillosa respuesta en el verso 25: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro”. La victoria la da el Señor por medio de Jesucristo. Dios en Cristo ha suplido todas las necesidades de los creyentes (Fil 4:19). Claramente las palabras de Pablo manifiestan una gratitud por la liberación que el Señor ha operado. Ahora, ¿la liberación a la que Pablo se refiere es presente o futura? Ciertamente la liberación que hoy experimentan los creyentes es parcial. Aún falta para aquel día glorioso en que finalmente sus cuerpos serán glorificados y transformados completamente a la imagen de Cristo. La confesión de Westminster dice sobre el tema: Esta santificación se extiende a todo el hombre mas es imperfecta en esta vida, pues quedan todavía algunos restos de corrupción en toda parte del mismo hombre, de donde nace una lucha continua e irreconciliable, la carne codiciando contra el espíritu y éste contra la carne. En esta guerra, aun cuando los restos de corrupción prevalezcan por un tiempo, por el auxilio constante de la fuerza del Espíritu santificador de Cristo, la naturaleza regenerada vence al fin, y así los santos crecen en la gracia, perfeccionando la santidad en el temor del Señor”[4]. Vemos entonces que hoy recibimos auxilio del Señor para crecer en santidad y, al final de los tiempos, en la consumación del plan de Dios, los santos serán transformados. Preciosa verdad es ésta: El Señor es nuestro auxiliador y en Él tenemos poder para avanzar.
Como podemos ver, vivimos un conflicto permanente en esta vida. Por eso Martín Lutero hablaba del creyente como “justo y pecador”. Somos santos, pero aún pecadores. Hemos recibido un principio de nueva vida y el Espíritu Santo nos santifica día a día, vivificando nuestro ser y renovando el hombre interior.
La doctrina de la santificación es preciosa. Nos habla de lo que Dios ha hecho por nosotros y de lo que hará. Sólo en Él tenemos el poder para avanzar, en Él está el poder para vencer el pecado. Necesitamos, entonces, aferrarnos al Señor y suplicar que Él nos capacite cada día para crecer en santidad.  


[1] La Confesión de Fe de Westminster, XIII, I.
[2] KUYPER, The Work Of The Holy Spirit, pág. 442-443.
[3] FERGUSON, The Holy Spirit, pág. 207.
[4] La Confesión de Fe de Westminster, XIII, II-III. 

martes, 12 de junio de 2012

LA VERDADERA RELIGIÓN DE LOS SENTIMIENTOS



¿Cuál será la forma correcta de evaluar una iglesia? ¿Por la atención dada a las visitas? ¿Por la calidad de sus servicios? ¿Por la dedicación a obras sociales y de caridad? ¿Por la profundidad con que se enseña la Palabra de Dios? No cabe duda que son muchas las variables que pueden ser llevadas en cuenta al momento de evaluar una iglesia y cada una de ellas obedecerá la orientación que cada iglesia sigue en su búsqueda por ser relevante para los días de hoy.


Los reformadores hicieron una distinción entre iglesias menos puras y más puras. La base para esta distinción radicaba en ciertas marcas que distinguen a la iglesia de cualquier otra asociación humana. Estas marcan son: La predicación fiel de la Palabra de Dios, la correcta administración de los sacramentos (el bautismo y la santa cena) y el ejercicio bíblico de la disciplina. En el modo de entender de los reformadores, la primera marca determina a las dos restantes, ya que una verdadera enseñanza de la Palabra de Dios lleva, necesariamente, a la administración correcta de los sacramentos y, cuando corresponde, al ejercicio bíblico de la disciplina. Para los reformadores, la Biblia, La Palabra de Dios, era de suprema importancia. Por eso fue llamada de la única regla de fe y de práctica, es decir, todo aquello que creemos se encuentra en la Biblia y nada más que en la Biblia, y lo que la Biblia ordena es lo que determina nuestra conducta como cristianos. Los católicos romanos, por su parte, afirmaban (y afirman) que existen tres fuentes de autoridad, a saber: La Biblia, la tradición de la iglesia (entiéndase por tradición las decisiones de los concilios) y lo que el Papa dice cuando habla ex cathedra (doctrina de la infalibilidad papal). Los reformadores dijeron a una sola voz “no”, pues la única fuente de autoridad es la Biblia y alzaron, así, el principio de la sola scriptura (solamente la escritura).


Siglos más tarde, los herederos de la reforma han olvidado este principio fundamental. En muchas iglesias evangélicas el conocimiento que el miembro tiene de la Biblia es escaso, por no decir casi nulo. Vemos que hoy las personas están más interesadas en tener una experiencia emocional con Dios, una experiencia mística, pero esta experiencia no está pautada por lo que la Biblia dice, pues muchos no se interesan por entender al Dios de la Biblia a quien, paradojalmente, quieren experimentar. Yo no estoy limitando nuestra relación con Dios al ámbito intelectual, pues afirmar eso contradice todo lo que la Escritura dice respecto a la relación del hombre con Dios. No podemos olvidar que Dios es un ser personal. Él quiere relacionarse con nosotros y, para participar de esa relación, necesitamos involucrar todo nuestro ser, todo lo que somos, es decir, mente y emociones. Sin embargo, el problema que quiero levantar es que muchos se desligan del aspecto intelectual y se vuelcan únicamente para el emotivo. Esto no es difícil de constatar. Por ejemplo, son muchas las personas que limitan su experiencia con Dios a lo que sintieron en el culto. No importa el contenido del sermón, sino que importa si las músicas fueron bien tocadas y si ellas produjeron en la persona una emoción fuerte. Pero esto va aún más lejos. Hay muchos ministros que predican mensajes totalmente emotivos, mensajes llenos de historias que harían llorar al hombre de hielo. Estos predicadores usan el texto bíblico como un puente para lo que ellos quieren comunicar, pero poco se preocupan por exponer lo que la Biblia dice. Es por eso que vemos púlpitos llenos de psicología, autoayuda, mensajes motivacionales, etc. Es cierto que cuando la Palabra de Dios es expuesta con fidelidad ella toca nuestra mente y nuestro corazón. Es claro que esto siempre sucede y siempre sucederá, pues la Biblia es palabra viva (He. 4:12). Pero vemos que el proceso es inverso a lo que muchos buscan. Lo primero que hace la Biblia es informar nuestra mente y una vez que esto sucede, toca nuestro corazón. Hay varios textos que confirma esto. Por ejemplo en Lucas 24:13 en adelante vemos que Jesús, después de haber resucitado, se aparece a dos de sus discípulos en el camino a Emaús. Ellos comienzan a entablar una conversación respecto a todo lo que había sucedido en Jerusalén por aquellos días. En un momento de la conversación Jesús dice: “¡Oh insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían” (v.25-27).  Luego que finalmente estos hombres reconocieron que el hombre que hablaba con ellos era Jesús declararon: “¿No ardía nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?” (v.32). En este pasaje vemos el método de Jesús. Él no se limitó a relacionarse solo de una forma emotiva en estos hombres, no llegó y los abrazó y les cantó una linda música, sino que primero conversó con ellos y les expuso las Escrituras. Hecho esto, el corazón de estos hombres ardía, esto es, se inflamaba de emoción.


La Escritura está llena de alusiones que apuntan para este mismo proceso. Siempre parte por la mente y luego toca nuestro corazón. Sin embargo, muchos quieren dejar esto de lado. John MacArthur en su libro Fool´s Gold? (¿Oro de tontos?) dice lo siguiente:


“Oseas 4:6 registra la evaluación de Dios sobre los líderes espirituales que fallan en proclamar fielmente su mensaje: Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento. Por cuanto desechaste el conocimiento, yo te echaré del sacerdocio. Una rápida mirada a la predicación moderna revela que muchos púlpitos contemporáneos son dignos de esta misma evaluación. ¿Por qué? Porque ellos cambiaron todo el consejo de Dios por “pláticas” superficiales y amigables. Cuando un mensaje moral vago y caluroso, aliñado con historias divertidas y dramatizaciones ocasionales, sustituye el alimento sólido de la Palabra de Dios, las consecuencias son devastadoras”.


No podemos decir que la culpa solo la tienen los ministros, aunque ellos tienen una responsabilidad mayor en esta área. Ellos deben velar por instruir a sus ovejas en la Palabra de Dios, ellos deben preocuparse de ofrecer un currículo de estudios que lleve a los miembros de sus congregaciones a tener un conocimiento más profundo de la Biblia. Pero la culpa no es solo de ellos como ya dije. Lo que pasa es que hemos recibido malas influencias durante muchos años y, también, el pecado siempre está presente, distanciando a las personas de las Escrituras. Tal como dijo el evangelista D. Moody: “este libro de alejará del pecado o el pecado te alejará de este libro”.


¿Qué haremos? ¿Cómo podemos volver a las Escrituras? ¿Cómo podemos darle a la Biblia el lugar primordial que ella debe tener en nuestra relación con Dios? A continuación colocaré unos pasos que a mi modo de ver pueden ser utilizados en este proceso de retorno a la Biblia.


1) Tenga una visión elevada de las Escrituras:
Solamente la Biblia es el registro de la revelación de Dios para el hombre. Sin la Biblia nada sabríamos de Dios y de sus propósitos específicos para el ser humano. La Biblia debe ser para nosotros alimento, agua, luz, fuente de alegría, guía y nuestra única norma de autoridad (ver Mt. 4:4; Sal. 42:1; 119:105; 1:1-2; 19:7-11).


2) Tenga una visión elevada de Dios:
Conociendo correctamente a Dios, nos conocemos a nosotros mismos. Dios no es un ser que se amolda a nuestras concepciones, al contrario, Él está por sobre nosotros. Saber quién es Dios y lo que quiere de mí, me llevará a adorarlo como es debido. Él es el Dios soberano que determina todas las cosas (Sal. 115:3). Él es incomparable (Is. 40:18). Cuando Dios habla, el hombre enmudece (Job 40:1-5). Ese es el Dios que la Biblia revela y es ésa la visión que debemos tener de Él y no otra. Para conocerle es necesario conocer Su Palabra. De nada sirve querer sentir a Dios si no lo conozco, si no sé quién es Él y lo que quiere. Solo conociéndolo mi corazón será inflamado por Su presencia gloriosa.


3) Tenga una visión elevada del Evangelio:
¿Qué debo hacer para sentir la presencia de Dios? Primeramente, tengo que reconocer que la única forma de llegar a Dios es por medio de Su Hijo Jesucristo (1 Ti. 2:5, Jn. 14:6). En segundo lugar, necesito reconocer que soy pecador y que mis rebeliones me han apartado de Dios (Ro. 3:10-18). En tercer lugar, debo reconocer que en Cristo hay perdón de pecados y vida eterna y, por tanto, debo confiar en Él para salvación (Ro. 6:23; Jn 3:16). Por último, debo crecer cada día en la gracia y en el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo (2 P. 3:17-18). Este es el evangelio y contra él nada se puede levantar.


Como vemos, retornar a las Escrituras es una disposición seguida por una acción. Debo tener una visión elevada de la Biblia, de Dios y del Evangelio como punto de partida. Ello permitirá que nuestra fe esté enraizada sobre suelo firme. De nada sirve intentar e intentar tener una experiencia con Dios si estos elementos faltan. De nada sirve que intentemos experimentar a Dios en los servicios si no lo conozco personalmente.


La fe emocional es falsa y endeble. Ella siempre estará determinada por el estado de ánimo del practicante. Si el ánimo está alto, el servicio religioso será intenso. Si el ánimo está bajo, nada hará con que disfrute de un culto.


Si queremos experimentar a Dios de verdad, debemos conocerle profundamente y para conocerle es menester oír lo que Él dice respecto a Sí mismo. Y la única fuente para conocer a Dios se encuentra en la Biblia. ¿Quieres conocer a Dios de verdad y experimentar Su presencia maravillosa? Estudia Su Palabra, invierte tiempo descubriendo sus enseñanzas, explorando sus verdades, viviendo lo que ella dice. No pienses en que puedes conocer a Dios fuera de la Palabra, ya que Él dijo:
“Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra; porque estas cosas quiero, dice Jehová” (Jr. 9:24).  

sábado, 9 de junio de 2012

¿ACTIVISMO O VIDA CON DIOS?





Recientemente he observado un fenómeno que se repite en muchas iglesias: el activismo. Entiendo por activismo la participación en diversas programaciones, a saber, liderazgo, ministerios, seminarios, etc. Si lo miramos sin ser críticos, esto nos llena de alegría, ya que cuando vemos a una persona participando de tantas cosas pensamos: esa es una persona comprometida con la obra.
Lo que sí debe preocuparnos es que muchas veces el activismo es un fin en sí mismo. Quiero decir, la persona se llena de actividades, sea por que le gusta o porque siente que debe hacerlo para agradar al Señor, pero queda sólo en eso. Conozco a muchas personas que están involucradas en toda clase de ministerios porque creen que así están sirviendo a Dios de la mejor forma que pueden. No faltan a las reuniones, sacrifican todo por participar, van de un lado a otro acompañando las actividades, pero no pasa de eso.
Lo que siempre me ha inquietado es lo siguiente: ¿Qué pasa con la vida devocional de esas personas? ¿Cómo están sus vidas con Dios? Muchas personas que participan en tantas y tantas actividades eclesiásticas tienen una pobre vida devocional. No leen la Biblia, oran poco, no evangelizan.

El peligro del activismo, tal como yo lo veo, es que él es sólo una fachada, un engaño (y en muchos casos un auto-engaño). La persona cree que lo está haciendo fantástico porque dedica mucho tiempo a la iglesia y a diversos ministerios, sin embargo, descuida lo que es fundamental: su relación personal con Dios.

Jesucristo era una persona llena de actividades. Basta dar una pequeña leída a los Evangelios para notar eso. Lo vemos predicando, sanando enfermos, viajando, alimentando multitudes (Mt 5:1 ss; 8:1-4; Mr 8:1-10; Lc 4:16, 31). Ahora, a pesar de ser un hombre muy ocupado, Jesús jamás abandonó lo principal, esto es, su relación con el Padre. Lo vemos orando en todo tiempo (Lc 6:12; 22:41; Jn 17:1-25), lo vemos siempre citando las Escrituras – lo que nos dice que era un verdadero conocedor de ellas (Mt 4:4, 7, 10; 5:17-18; Jn 5:39; Lc 24:44), en fin, nuestro Salvador nos dio el ejemplo perfecto de actividad y piedad.

¿Cuál será la razón por la que caemos en el engaño del activismo? ¿Será que somos tan ingenuos que pensamos que la vida cristiana se limita a nuestra participación en actividades eclesiásticas? Déjenme colocar en breves palabras algunas de las razones que nos pueden llevar a caer en esta mala práctica.
Factores que incentivan el activismo

1. El activismo es el resultado de conductas aprendidas. Nadie se transforma en un activista porque así lo quiso, sino que es llevado a ello por personas que antes lo han practicado. El error es asimilado porque se ve en la otra persona alguien que trabaja, que se esfuerza, que se dedica y, por lo mismo, es alguien digno de imitación. Personas que participan en miles de cosas en las iglesias siempre son objeto de miradas de admiración pues, siendo sinceros, ¿quién no se admiraría al ver un nivel de dedicación poco común? Estas personas activistas llaman a otros a participar de la misma forma que ellas lo hacen. Generalmente captan ciertos “aprendices” que asimilan lo que deben asimilar y después siguen los pasos de sus mentores, o sea, se transforman en activistas.

2. El activismo es confundido con la verdadera piedad. Como hemos dicho, no es común que una persona destine tanto tiempo a la iglesia. Normalmente las iglesias están llenas de creyentes que participan de los cultos dominicales solamente. Por eso, cuando se ve a alguien participa más activamente todos piensan: “mira que fiel es tal persona”.

3. El activismo a veces pasa inadvertido para los líderes. Muchos líderes se sienten realmente dichosos cuando ven que sus ovejas participan en varios ministerios (¡y quién no se sentiría feliz!). Sin embargo, el error está en creer que esto significa que las personas involucradas en tantos quehaceres ministeriales tienen su vida con Dios en buena forma.

Estos son sólo algunos de los factores que motivan esta práctica errada y claramente pueden existir muchos más. Ahora la gran pregunta: ¿Cómo podemos combatir el activismo y, así, no confundirlo con la verdadera piedad?

¿Cómo combatir el activismo?

1. Debemos entender que servir al Señor es el resultado de nuestra relación con Él. Nadie agrada a Dios por hacer más cosas, por participar más en la iglesia. Dios no nos bendecirá más de acuerdo con la cantidad de tiempo que dedicamos a la iglesia. Los cristianos hemos recibido del Señor un ministerio y éste no es necesariamente centrado en el local de la iglesia (o templo). Un médico, un abogado, un ingeniero, una enfermera, una dueña de casa, un maestro, etc., han recibido del Señor un ministerio (su profesión u oficio), han sido llamados para eso y es en eso que deben glorificar a Dios. No podemos caer en el error de divorciar la Fe Cristiana con lo que se ha llamado vida secular.  Según las Escrituras esa división no existe. Cada uno, según la vocación que ha recibido del Señor, debe servir al Señor. El tiempo que dedico al Señor en mi profesión, cuando busco Su gloria, es exactamente el mismo que un ministro del evangelio dedica a la iglesia. No hay distinción ni niveles. No se puede decir que el pastor es mejor porque dedica su tiempo a pastorear la iglesia y que un profesor es peor porque dedica mucho tiempo a dar clases y poco a la iglesia. Las cosas no funcionan así en la mente del Señor.

2. Es imprescindible preocuparse de la vida espiritual de las personas. Estamos viviendo en tiempos donde los pastores se han transformado en una especie de gerentes de empresas. Están en sus oficinas preocupados solamente de la administración y del gerenciamiento de los recursos, descuidando el cuidado pastoral. La Biblia dice que la principal función del ministro es predicar la Palabra y enseñar la Palabra a las personas (Hch. 6:2). Son las personas las que necesitan ser acompañadas, aconsejadas, instruidas, protegidas con la Palabra. Son las personas que necesitan ser confrontadas y edificadas con el evangelio (ver Hch. 20:28; 2 Co. 5:18-20; 2 Ti. 4:1-5; He. 13:7, 17; 1 P. 5:1-4). Lo que escape de esto, por muy loable que sea, no es la esencia de la función pastoral.

3. Es necesario entender lo que es la verdadera vida con Dios. La verdadera comunión con Dios no se mide por la cantidad de actividades que realizamos en la iglesia o por el número de programaciones que frecuentamos. La vida con Dios es mucho más que eso. Comienza reconociendo quién es Jesucristo y quien somos nosotros. Él es el Señor y en Él hay salvación (Hch. 4:12). Nosotros somos pecadores que debemos arrepentirnos de nuestro mal vivir (Ro. 3:23). Además, es necesario entender que una vez que estamos en Cristo, nada nos separará de Su mano (Ro. 8:38-39). Pero eso no es todo. Estar en Cristo es permanecer en Él (Jn. 15:1-5). Mucho de lo que pasa en nuestras iglesias hoy obedece a un concepto erróneo del evangelio. Este entendimiento equivocado es una nueva forma de antinomismo. Muchas personas andan por allí diciendo: “no importa que seas un pecador, Dios te ama. Dios no quiere nada de ti, porque Él sabe quien eres y aun así te ama”. El problema con ese tipo de entendimiento del evangelio es que es un evangelio a medias. Somos salvos por gracia, por medio de la fe (Ef.2:8). Dios amó de tal manera al mundo que dio a su Hijo por nuestros pecados (Jn. 3:16). Eso es punto pacífico. Sin embargo, lo que muchos olvidan es que somos salvos para buenas obras (Ef. 2:10). Esto significa que vivir para la gloria de Dios es vivir una vida santa, pues somos un pueblo llamado a ser santo para el Señor (1 P. 1:13-16; 2:9). No puede existir alguien que se diga cristiano y que no desee apartarse del pecado y consagrarse por completo al Señor. La figura que Pablo utiliza es esclarecedora en este asunto. En Colosenses 3:1-17 el apóstol describe en contundentes palabras cómo debe ser nuestra nueva vida en Cristo. Tenemos que identificarnos con Él en su muerte y resurrección (Cl. 3:1-4), junto con despojarnos del viejo hombre y de todo aquello que sea pecaminoso en nosotros (Cl. 3:5-11) y revestirnos del nuevo hombre en Cristo (Cl. 3:12-17). Esta es la verdadera vida cristiana y contra ella no hay discusión. Los que niegan esta verdad del evangelio siempre transitan entre dos polos, a saber, el legalismo y el antinomismo. Los primeros afirman que la salvación se obtiene por obedecer la ley (o sea, la salvación es por méritos, por algo que yo hago). Los segundos dicen que una vez en Cristo la ley no tiene nada que ver con nosotros. Los dos grupos están totalmente errados. Según las Escrituras, por la ley nosotros tenemos conocimiento del pecado (Ro. 7:7) y que nadie es salvo por las obras de la ley, pues nunca conseguiremos por nuestros propios medios el poder suficiente para obedecer perfectamente (Gl. 3:11). La Escritura también dice que los creyentes deben andar en novedad de vida, dejando las viejas conductas pecaminosas y viviendo una vida santa para el Señor (2 Co. 5:17; Ef. 4:17-5:14). Vemos, entonces, que el concepto bíblico es el siguiente: Jesucristo cumplió las demandas de la ley por nosotros y, por lo tanto, la condenación de la ley ya no tiene poder para los que estamos en Cristo. Ahora, como hijos de Dios, debemos seguir la voluntad de Dios (que está expresada en su ley) para que así vivamos una vida agradable delante de sus ojos. La motivación es lo que hace la diferencia. Los que creen que son salvos por obras, en realidad creen que ellos mismos pueden obtener la salvación. Los que creen que son salvos por la gracia, una vez que Dios ha operado ese milagro en sus vidas, desean vivir obedeciendo al Señor en amor y no menosprecian sus mandamientos. Los mandamientos del Señor, que antes eran una carga y que condenaban, ahora son una delicia. Por eso el creyente puede decir junto con el salmista: “¡Oh, cuánto amo yo tu ley!” (Sal. 119:97a). Para el creyente la ley es la dulce y suficiente voluntad de su Padre celestial. Entender esto es entender el Evangelio.
Como vemos la vida con Dios es totalmente diferente a la superficialidad del activismo. Estar en todas las actividades de la iglesia no significa que la persona sea un súper creyente. Lo importante es buscar tener intimidad con el Señor, obedecer sus mandamientos y descansar siempre en Él para hacerlo. El poder para esto no está en nosotros, pero sí el deber de buscarlo. La gracia no es una disculpa para vivir un evangelio a mi pinta, sino que es un incentivo para buscar más y más agradar al Señor. ¿Cómo puedo agradar a Dios? Busca en Su Palabra la respuesta y pide en oración que el Espíritu del Señor te capacite cada día para vivir para Su gloria.