viernes, 28 de junio de 2013

Señor, he pecado: reflexiones sobre el Salmo 51


Anselmo de Canterbury en su libro Cur Deus Homo (¿Por qué el Dios-Hombre?) argumenta que para comprender correctamente la expiación obrada por Cristo es necesario que consideremos primero la profundidad de nuestro pecado.

La reflexión de Anselmo es correcta; nadie busca la gracia de Dios a menos que considere primero el peso de su pecado.

El Salmo 51 es uno de los poemas bíblicos que mejor describe al corazón arrepentido. Dentro de la categoría de los salmos se encuadra en lo que conocemos como salmos penitenciales (o de arrepentimiento). En él, David se lamenta por el pecado que ha cometido y clama al Señor por restauración. En el registro inspirado de este salmo podemos ver claramente que el arrepentimiento verdadero es aquel que nos lleva a confesar: Señor, he pecado.

La historia
Nos dice el Segundo Libro de Samuel que en los días en que los reyes acostumbraban a salir a la guerra, David prefiere quedarse en casa, no cumpliendo así con su deber como rey de Israel. En aquel día, David se levanta tarde y sube al terrado de la casa real y ve a una mujer hermosa que se estaba bañando. David codició a esa mujer y finalmente durmió con ella. Esa mujer se llamaba Betsabé y estaba casada con uno de los soldados de David llamado Urías. Para desgracia de David, Betsabé quedó embarazada y dio noticias de ello a David. Desde ese momento David orquesta todo para dar muerte a Urías y así intentar que su pecado quede en la oscuridad. David consigue su objetivo. Pasado el tiempo y creyendo David que su pecado había quedado impune, el profeta Natán visita al rey y le cuenta un pequeña historia de un hombre rico y de un hombre pobre. El rico poseía muchos animales y el pobre sólo tenía una corderita muy querida para él y para su familia. Un día visitan al hombre rico y éste, en vez de matar a uno de sus animales, manda a matar a la corderita del hombre pobre. Una vez que Natán termina de contar la historia, David enérgicamente dice: “Vive Jehová, que el que tal hizo es digno de muerte”. En ese momento, el profeta Natán fija sus ojos en el rey y le dice: “Tú eres aquel hombre”. Una vez que David nota que su pecado no quedó encubierto a los ojos del Señor confiesa diciendo: “Pequé contra Jehová” (ver 2 Samuel 11-12). Solamente cuando David reconoce su vileza está listo para buscar en oración el perdón que sólo Dios le puede conceder. Es así como su oración se encuentra registrada en la forma de un Salmo.
En el Salmo 51 encontramos los elementos indispensables de una verdadera oración de arrepentimiento. Veamos cada uno de dichos elementos.

La Confesión:
La confesión de David comienza con un clamor dirigido a Dios: “Ten piedad de mí, oh Dios…” (v. 1). David sabe muy bien que a pesar de que él pecó contra un hombre (asesinó indirectamente a Urías), el verdadero ofendido con su actuar pecaminoso fue Dios. Por eso David dice. “Contra ti, contra ti solo he pecado y he hecho lo malo delante de tus ojos” (v. 4). Es verdad que David pecó con Betsabé (adulterio) y pecó contra Urías (homicidio), pero en última instancia quien fue realmente ofendido fue el Señor. Nosotros debemos comprender eso también. A cada instante pecamos contra otras personas; las ofendemos, les mentimos, las herimos, las utilizamos, les robamos, etc. Ellas sufren por nuestros actos pecaminosos, pero por sobre todas ellas, nosotros ofendemos a Dios cada vez que cometemos un acto de iniquidad. Es por eso que antes de pedir perdón a las personas, debemos pedir perdón al Señor. Una vez que hacemos eso, el paso siguiente es ir donde la persona que hemos ofendido y pedir que nos perdone y hacer lo necesario para reparar nuestra falta.

La confesión de David también manifiesta dolor. Este dolor se ve en diversas áreas. Vemos, primeramente, un dolor físico: “los huesos que has abatido” (v. 8). En segundo lugar, vemos un dolor espiritual que se expresa en temor: “No me eches de delante de ti y no quites de mí tu Santo Espíritu” (v.11). En tercer lugar, hay un dolor emocional: “vuélveme el gozo de tu salvación”. David está sufriendo física, emocional y espiritualmente por su pecado. Hay un peso grande en su corazón, tan grande que toca hasta su propio cuerpo. ¿No nos sucede lo mismo cuando pecamos? ¿No nos sentimos tristes y derrotados? ¿No parece que el gozo ha abandonado nuestra vida? Nada bueno fluye del pecado. Tal vez existe un placer momentáneo, pero no pasa de eso, un instante. Sin embargo, las consecuencias son dolorosas.  ¿Sientes dolor por tus transgresiones? ¿El pecado en tu vida causa dolor? Si no es así, lo más probable es que aún no has conocido al Salvador.

La confesión de David expresa, también, reconocimiento. David reconoce abiertamente su transgresión y para ello utiliza diversos términos para describirla: rebeliones (v.1), maldad (v.2), homicidio (v.14). Nosotros vivimos en la cultura de los cambios de términos para maquillar las atrocidades que hacemos. Ya no se habla de adulterio, sino que de “una canita al aire”; ya no se habla de mentira, sino de una “mentirita blanca”; ya no se habla de fornicar, sino de “amor libre”, etc. Este Salmo nos enseña a llamar las cosas por su nombre. El pecado es pecado, maldad, iniquidad. No es una “equivocación”. Pero David no sólo reconoce su transgresión, sino que reconoce, también, la gracia de Dios: “conforme a tu misericordia, conforme a la multitud de tus piedades…” (v.1). David sabe que Dios es misericordioso y perdonador, pero él solo pudo experimentar intensamente esta realidad cuando vio la total bajeza de su pecado.

El pedido de restauración:
La oración de David no se limita al pedido de perdón, sino que va un paso más. David clama por restauración. Y para ello, él reconoce la necesidad que tiene de ser purificado por el Señor. David dice en el Salmo “lávame, límpiame, purifícame” (vs. 2, 7). ¿Por qué pide eso? Porque él sabe muy bien que por sus propios esfuerzos nunca será capaz de conseguir el perdón, pues sólo en Dios está el poder de perdonar. ¿En quién confías para obtener el perdón? ¿Confías en tus propios méritos? ¿Confías en lo bueno que puedes llegar a ser o en tu capacidad para reformar tu conducta? David sabe que el único camino correcto es el de la dependencia absoluta. Él le dice al Señor: “yo no puedo, hazlo tú por mí”.

Además de reconocer su necesidad de purificación, David pide transformación: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio y renueva un espíritu recto dentro de mí” (v.10). No se limita a pedir perdón, él desea ser un hombre nuevo, una nueva criatura. Ya no quiere ser como antes, llevado por sus pasiones pecaminosas. Ahora, quiere ser una nueva persona, alguien re-creado por Dios. ¿Por qué pides perdón? ¿Para huir del sentimiento de culpa? ¿Para opacar el remordimiento o deseas ser transformado por Dios?

Hay una cosa más en este pedido de restauración. David quiere también recuperar el gozo perdido: “Hazme oír gozo y alegría” (v.8a), “vuélveme el gozo de tu salvación” (v.12a). David pide a Dios que la alegría del perdón sea una realidad en su vida. Él sabe que esa alegría sólo proviene de Dios, no es algo que él pueda obtener por sí mismo. ¿Has experimentado el gozo del perdón de Dios? No hay nada que se le compare. Es motivo de alegría perenne, ya que saber que Él me ha perdonado por todas mis maldades, llena de gozo mi diario vivir.

La expresión de gratitud:
David termina su Salmo confiando en el perdón que sólo el Señor puede dar y la certeza de ese perdón lo lleva a hacer un voto, un compromiso con Dios. Él escribe: “Entonces enseñaré a los transgresores tus caminos”, “cantará mi lengua tu justicia” (v.13, 14b). David se compromete a ser un testigo de la misericordia de Dios. ¿No es eso lo que cada cristiano debe hacer? Quiero decir, todo cristiano ha sido objeto de la gracia de Dios en Cristo Jesús. Por ello, debemos testificar de Cristo, anunciar que en Él hay perdón.

Junto con comprometerse a testificar, David asume el compromiso de  adorar verdaderamente a Dios: “Señor, abre mis labios y publicará mi lengua tus alabanzas” (v.15). El razonamiento de David es claro: el pecado cierra nuestros labios, la convicción del perdón los abre en alabanzas. Saber que Dios nos ha perdonado en Cristo siempre redundará en alabanzas a Su nombre, es decir, siempre lo bendeciremos por causa de Su misericordia.

Finalmente, David termina expresando su necesidad de moderar el orgullo y caminar en humildad: “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (v.17). La humildad y el cuidado de nosotros mismos deben acompañar nuestro diario caminar. Es fácil caer cuando nos creemos fuertes e invencibles. Si no estamos atentos, el orgullo y la autoconfianza serán los que nos harán caer horriblemente.

Querido lector, es bueno que te preguntes: ¿he experimentado este tipo de arrepentimiento? ¿Puedo hacer mías las palabras de David? Sabemos que el pecado no confesado sólo produce dolor y tristeza. Por ello te animo, ve al Señor a través de los méritos de Jesucristo, sólo en Él encontrarás la gracia del perdón.