jueves, 20 de diciembre de 2012

Sed de Dios: Reflexiones sobre la Espiritualidad


El Salmo 42 comienza con la siguiente frase: “Como el siervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo…” (v.1-2a). La oración de este salmo describe la experiencia espiritual de millones de creyentes de todas las épocas y lugares. Muchas veces nuestra alma siente sed de Dios, desea estar en Su presencia y disfrutar de una íntima comunión. Sin embargo, el panorama a veces es desolador. La tristeza, la amargura, la frustración, el temor y el dolor, toman cuenta del creyente y lo sumergen en las profundas aguas de la desesperación. En esas condiciones el clamor por Dios es más intenso y estar cerca del Señor se transforma en una necesidad de extrema urgencia.

No debe sorprendernos, entonces, que tantas personas busquen una experiencia más intensa con Dios. Personas que frecuentan la iglesia, pero que están cansadas con los meros formalismos y que sienten un vacío que necesita ser llenado de alguna forma, buscan aproximarse a Dios y, para ello, organizan diversas actividades sean éstas retiros espirituales, reuniones de oración, discipulados, días de testimonios, etc.  Este clamor y necesidad debe ser percibido por el liderazgo de la iglesia. ¿Qué está sucediendo? ¿Por qué existe esta necesidad? ¿Hay algo que no estamos ofreciendo? Son preguntas que los líderes se deberían formular cuando este tipo de inquietud está surgiendo dentro de la congregación.

Una reacción inadecuada puede ver a estos grupos como potenciales “clanes separatistas”. ¿Será que ellos quieren formar una iglesia dentro de la iglesia? ¿Se tratará de un grupo con tendencias carismáticas? Son preguntas válidas que el liderazgo se debe hacer frente a situaciones como estas. Sin embargo, me gustaría proponer una aproximación diferente.

Un Clamor, Una Necesidad

Cuando vemos movimientos así en la iglesia lo primero que debemos preguntar es: ¿Cuál es la necesidad esencial de este grupo? Se puede tratar de personas heridas, que han pasado por diversas experiencias, tanto dentro de la iglesia como fuera de ella, que las han llevado a sentir una profunda carencia de relaciones. Ellas quieren sentirse amados y quieren amar sin temor de que los defrauden. También se puede tratar de personas que perciben una aridez en la enseñanza bíblica y que no sienten que una clase bíblica llene su necesidad de Dios. En el primer caso, tenemos personas con una gran necesidad de acompañamiento y, en el segundo, personas con una mala comprensión de la importancia de la Biblia para un desarrollo espiritual sano. Veremos cada uno de estos casos de forma separada.

Las Ovejas Heridas y Su Cura

Las Escrituras presentan a los creyentes como ovejas. Este animal es mencionado en reiteradas oportunidades en toda la Biblia. Se trata de un animal doméstico por excelencia que se adapta bastante bien a lugares semiáridos. Es un animal muy manso y no posee ningún dispositivo de defensa.

Por este motivo, la Biblia usa la figura de la oveja para describir al creyente en el sentido de que es muy fácil que éste sea víctima del mal. La oveja es un animal distraído que se aparta muy fácilmente del rebaño. He aquí la necesidad que tiene el pastor de estar atento en todo tiempo.

Una oveja herida requiere mayor cuidado y dedicación, pues si por naturaleza es frágil y más encima se encuentra herida, necesita de los curativos del pastor e, incluso, requerirá ser cargada hasta que consiga seguir adelante por sus propios medios.

Debemos reconocer que todos los creyentes somos como las ovejas, es decir, somos frágiles, indefensos, distraídos y absolutamente dependientes del Supremo Pastor. También, no podemos olvidar que muchos creyentes están heridos y requieren de cuidado especial para ser sanados y que otros pueden necesitar que los llevemos sobre nuestros hombros durante algún tiempo hasta que se valgan por sí mismos.

¿Por qué un creyente puede estar herido? Varios son los motivos y aquí sólo mencionaré dos.

a) Por causa del pecado:

La Biblia utiliza varias palabras que son traducidas por el término pecado. El sentido del término siempre apunta para “fallar” o “errar”. Sin querer entrar en los pormenores y consecuencias que el pecado produce, sí debemos decir que él siempre genera destrucción y muerte (Ro. 6:23).

Sabemos que los vestigios del pecado permanecerán mientras vivamos y que los deseos pecaminosos que están en nuestra naturaleza caída siempre estarán en actividad. Esto nos debe llevar a ser vigilantes, sabiendo que la tentación está aguardando para inducirnos a desviarnos de los caminos del Señor.

Cuando un creyente peca y no se arrepiente, sufre. El salmista dice: “Mientras callé, se envejecieron mis huesos en mi gemir todo el día” (Sl. 32:3). El silencio doloroso que David describe no dice relación con una falta de conocimiento del acto pecaminoso cometido, sino que está diciendo que no quiso, conscientemente, confesar su rebelión. David dice que la falta de confesión llevó a que sus huesos se envejecieran, es decir, sufrió una especie de reacción psicosomática. Algunos comentaristas discuten esto en el sentido de que un salmo es poesía, género literario donde uno de los elementos esenciales es el uso de lenguaje figurado. Sin embargo, podemos decir sin temor a errar que el salmista se sintió espiritualmente débil, seco y que sufrió mucho, hasta el punto de llegar a “gemir”.

No cabe duda que el pecado no confesado produce eso en la vida de los cristianos. Es una dura carga que cansa, que agota, que hastía. El pecado produce tristeza, pues roba la alegría que el creyente disfruta en Cristo Jesús.

b) Por causa de los pecados de otros:

Cuando digo que un creyente puede ser herido por causa del pecado de otros me estoy refiriendo no sólo a quienes ofenden a un hermano causándole un daño grave, sino también a aquellas conductas pecaminosas que han provocado profundos dolores en el corazón de otros creyentes. Dentro de éstas últimas tenemos: desprecio, despreocupación, abandono, indiferencia, falta de reconocimiento, etc. Un creyente que ha sufrido este tipo de abusos pecaminosos por parte de sus hermanos, o de sus líderes, sufre mucho. Son innumerables las personas que han abandonado las iglesias decepcionados de los cristianos.

Estos dos grupos de personas necesitan ser pastoreadas. En el caso de aquellos que han pecado y no se han arrepentido, deben ser llevados a la confesión y al arrepentimiento (Lv. 5:5; Nm. 5:6-7). La confesión es la condición para recibir el perdón y es a ello que estas personas deben ser conducidas (Pr. 28:13). ¿Cómo hacerlo? Pues, decirle a una persona que está sufriendo las consecuencias de su pecado y que debe arrepentirse es una dura tarea. El primer paso es exponer a esa persona su pecado, sea cual sea. Si se trata de orgullo, debemos abrir sus ojos para que entienda que eso la está destruyendo. Si se trata de la mentira, también debemos decirle que eso la está matando y así con cualquier otro pecado. En este proceso es importante mostrar que hay bienaventuranza en la confesión (Sl. 32:1-2) y que alcanzar el perdón es posible (1 Jn. 1:9). Además, es necesario que el líder se muestre amoroso y humilde. No debe mostrarse como uno que está sobre todas las personas para indicar cada una de sus faltas, sino como uno que también lucha contra el pecado todos los días. La humildad, la comprensión y el verdadero amor, son indispensables para ejercer esta función ministerial. Siempre el líder debe presentarse como uno que ha sido enviado por el Señor con el fin de que los hombres se vuelvan de sus pecados y que se rindan a los pies de Jesucristo. Si es necesario debemos suplicar que lo hagan (2 Co. 5:20).

Con respecto a los decepcionados, la tarea puede ser un poco más prolongada, ya que estas personas necesitan ser restauradas. La restauración es un proceso que lleva tiempo. Es necesario trabajar con paciencia y delicadeza, puesto que cualquier error puede provocar un daño aún mayor.

Tanto en las tareas de exposición de pecados y en la de restauración es necesario que tengamos presente los siguientes elementos: intimidad, instrucción, orientación, consuelo, protección e intercesión. Veamos brevemente cada uno de ellos.

(1) Intimidad: Este elemento dice relación con el conocimiento que se debe tener de la persona afectada. Jesucristo afirmó que él conoce a sus ovejas y que las ovejas lo conocen (Jn. 10:11-15). Existe una relación que va más allá de frecuentar una misma iglesia y de verse domingo tras domingo. Es aproximarse y escuchar, es estar presente, es invertir tiempo con esa persona con la finalidad de poder ayudarla.

(2) Instrucción: El libro de Hechos registra que los apóstoles enseñaban la Biblia en el Templo y de casa en casa (Hch. 2:46; 20:20; 2 Ti. 2:2). Es imposible realizar la obra de exposición de pecados y de restauración sin instrucción bíblica. De nada sirve sólo oír, pues únicamente el Señor es quien, por medio de Su Palabra, puede convencer a alguien de su pecado y restaurar un corazón que está profundamente herido.

(3) Orientación: Es necesario estar presente en aquellos momentos de preocupación, dolor, tristeza y desilusión. Este elemento procura dar una palabra adecuada y un consejo bíblico para solucionar la situación. La orientación o consejería se realiza mediante la exposición de la Escritura, la cual es suficiente para llenar todas las áreas carentes de nuestra vida (2 Ti 3:16-17).

(4) Consuelo: El consuelo que se da a aquellos que sufren es de gran importancia (2 Co. 1:3-7). No debemos olvidar que somos instrumentos en las manos del Espíritu Santo para ofrecer esperanza a aquellos que han caído y para aquellos que están bajo profundo sufrimiento. Una buena doctrina concede esperanza y consuelo, no debemos fallar en ofrecer la verdad en amor.

(5) Protección: Jesús, como el Buen Pastor, cuida a sus ovejas (Jn. 10). Él guía a sus ovejas y ellas lo siguen. Por lo tanto, nuestro trabajo es enseñar a las ovejas a seguir a Cristo, por medio del estudio de las Escrituras (sólo así lo conocerán y lo seguirán).

(6) Intercesión: Finalmente, la oración por aquellos que han caído y por aquellos que están heridos es fundamental. La cura no viene de nosotros, ya que solamente Dios tiene el poder para restaurar las almas. La oración por las ovejas no puede ser olvidada (cf. Stg. 5:13-18).
  
La Biblia y el crecimiento espiritual

Como mencioné anteriormente, las personas están sedientas por tener intimidad con Dios. Sin embargo, son pocas las que procuran que esta búsqueda por intimidad se encuadre en los moldes que Dios estableció en Su bendita Palabra.

¿Cómo alcanzamos esa tan anhelada intimidad espiritual con el Señor? Lo primero que debemos hacer es reconocer que necesitamos mayor intimidad con el Señor. “Si alguno tiene sed –dijo Jesucristo– venga a mí y beba” (Jn. 7:37). El primer paso es admitir la profunda necesidad que tenemos: queremos estar cerca de Él, queremos sentir Su presencia. Debemos reconocer que necesitamos al Señor y que desesperadamente tenemos urgencia de la plenitud de Su Espíritu. El segundo paso es orar por la plenitud del Espíritu y el Señor, que es el dador de todas las cosas, lo concederá (cf. Lc 11:13). Finalmente, es menester reformar nuestra conducta. El Espíritu es dado a aquellos que se someten al Señor (Hch. 5:32; Sl. 143:10). La reforma diaria es de extrema importancia para que conozcamos y nos deleitemos en la voluntad del Señor (Ro. 12:1-2).

El camino para la verdadera intimidad con Dios siempre pasa por la Biblia. La Fe se genera por oír la Palabra de Dios (Ro. 10:17).

No te engañes, nada fuera de la Palabra te puede llevar a estar más cerca del Señor. Si tu alma tiene sed de Dios y si sientes deseos de experimentarle más intensamente, ve a la Biblia, estudia la Biblia y deléitate en la Biblia. Allí hallarás al Señor.

Si hay un clamor por experimentar la presencia de Dios, si hay un grupo en la iglesia que desea más de Él, seamos sensibles y sirvamos de instrumentos para que otros sacien su sed en Aquel que es el agua viva.

martes, 4 de diciembre de 2012

¿A quién buscas? (Juan 20:11-18)


Hace algún tiempo atrás leí un reportaje que decía que actualmente los jóvenes norteamericanos están cada vez menos interesados en asistir a la iglesia o en tener cualquier tipo de relación con alguna religión. Un profesor de la prestigiosa universidad de Harvard dijo que este fenómeno es un “gran cambio”. Este “gran cambio” comenzó en los años 90 y tiene repercusiones hasta el día de hoy. Un dato interesante de esta investigación es que si bien es cierto que los jóvenes no tienen iglesias, ellos no son necesariamente ateos. La investigación afirma que estos jóvenes, que no frecuentan ninguna iglesia, “tienen las mismas actitudes y valores que las personas que van a la iglesia, sin embargo, ellos crecieron en un período donde ser religioso es considerado la misma cosa que ser un conservador en política, especialmente en lo que dice relación con temas sociales”.

¡Qué triste es la visión de estos jóvenes sobre la iglesia de Cristo! Y no crean que ese es el modo de pensar de los norteamericanos solamente, ya que en Chile y en otras partes del mundo, la iglesia es vista de la misma forma.

Lo que más me asombra cuando leo ese tipo de artículos es el hecho de que las personas que opinan sobre la iglesia manifiestan un total desconocimiento de lo que es la iglesia. Ellas piensan en la iglesia en una forma que no es correcta ni saludable. Ellos conciben la iglesia en términos de una simple institución humana y que nada fuera de este mundo ocurre en ella.

No podemos negar que muchas de las críticas levantadas contra la iglesia obedecen a nuestros propios errores. Nuestra hipocresía, nuestras mentiras, nuestro mal comportamiento como cristianos son, muchas veces, grandes factores que motivan tantas y tantas palabras duras contra la iglesia del Señor.

Me gustaría que pienses en tu vida y respondas: ¿Por qué vas a la iglesia? O, mejor dicho, ¿qué es lo que buscas en la iglesia?

Esa fue la pregunta que Jesús hizo para una mujer llamada María Magdalena: ¿A quién buscas?

María Magdalena:

¿Quién fue María Magdalena? Existen muchas nociones equivocadas sobre esta mujer. El problema es que esas ideas erradas son, en la cabeza de muchas personas, verdades. Muchos dicen que María Magdalena era una mujer promiscua, que llevaba una vida libertina. Durante la Edad Media se dijo que era hija de padres nobles y que poseía una gran fortuna. Ella se habría entregado a los placeres mundanos hasta el día de su conversión. Un claro ejemplo de esas ideas erradas sobre esta mujer fue la infame película de Martin Scorsese, que presentó a María Magdalena como una tentación sexual para Jesús.

El error fundamental de todas estas ideas extrañas sobre esta mujer es que ellas no tienen base en la realidad, no tienen verdadero fundamento histórico. La Biblia nunca dice que María Magdalena fue una mujer promiscua, solamente se limita a decir que en la hora de su conversión salieron siete demonios de ella (Lc. 8:2). Luego de ser libertada de los demonios, ella servía a Jesús (Lc. 8:3). Según el relato de Juan sabemos que ella estaba a los pies de la cruz (Jn. 19:25). Según Mateo, ella estuvo en el entierro de Jesús (Mt. 27:61). Más que eso, nada sabemos.

Lo que sí podemos decir con toda convicción es que esta mujer amaba a Jesús con todo su corazón. Esto lo vemos claramente por lo que ella hizo después que Jesús murió. En el capítulo 20 del Evangelio de Juan, en el verso 1 dice: “El primer día de la semana, María Magdalena fue de mañana, siendo aún oscuro, al sepulcro; y vio quitada la piedra del sepulcro”. Como era costumbre para los judíos, María Magdalena y un grupo de mujeres fueron a terminar la preparación del cuerpo para la sepultura, lo que no habían podido hacer antes, pues Jesús murió un viernes, esto es, en el día de la preparación para el Sábado, que era el día sagrado para los judíos. Cuando ella llegó al sepulcro encontró la piedra removida. Acto seguido, ella corrió donde estaban los discípulos y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto” (20:3). Pedro y Juan corrieron al sepulcro, miraron y volvieron para casa. Pero María Magdalena permaneció junto a la entrada del sepulcro llorando. Ahora ella no llora por la muerte de Jesús, llora porque el cuerpo de su maestro desapareció.

Muchas personas han perdido seres queridos sin que sus cuerpos sean hallados. Estas personas dicen que además del dolor de saber que están muertos, existe un dolor más grande por no saber dónde está el cuerpo. No tengo dudas que el dolor de María Magdalena se debía a esto. Ella quería lavar el cuerpo de Jesús, quería cumplir con todas las formalidades típicas de un entierro judío, pero el cuerpo no estaba… el dolor era más intenso ahora.

¿Por qué lloras?

Mientras lloraba, María Magdalena miró otra vez para el sepulcro y vio dos ángeles en el lugar donde Jesús fue enterrado. Ellos le preguntaron: “Mujer, ¿por qué lloras?” (v.13).  La respuesta nos parece obvia. María Magdalena estaba llorando porque hace pocos días ella había visto a su maestro morir y, ahora, no sabía dónde estaba su cuerpo. Ella responde: “Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto” (v.13). El texto dice que una vez que María Magdalena dijo esto, se volvió y vio a Jesús en pie, pero no lo reconoció. Jesús la mira y le pregunta: “Mujer, ¿por qué lloras?” (v.15). Esa es una buena pregunta. ¿A quién estaba buscando María Magdalena? La respuesta obvia es que ella estaba buscando a Jesús. Ella fue al sepulcro esperando encontrar su cuerpo, en la esperanza de prepararlo para la sepultura. Sin embargo, el cuerpo había desaparecido. Ella quería saber dónde estaba el cuerpo. Ahora, si somos más perspicaces, entenderíamos que María estaba buscando a un muerto. Ella no estaba buscando a Jesús entre los vivos, ella estaba buscando entre los muertos.

María estaba buscando a Jesús en el lugar equivocado. Lucas dice que los ángeles le dijeron a las mujeres que fueron al sepulcro “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?” (Lc. 24:5).

En ese momento María confunde a Jesús con el jardinero y le dice: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré” (v.15). Donald Grey Barnhouse, fallecido pastor de la Tenth Presbyterian Church de Philadelphia, escribió lo siguiente sobre este pasaje:

“[María Magdalena] aún estaba pensando en términos de un cadáver. Había llorado durante tres días y tres noches y su corazón estaba vacío… Había pasado por una angustia indescriptible y había estado despierta durante muchas horas. Había ido a la tumba tres veces y dos veces de vuelta a la cuidad. [Ahora] ella se ofrecía a cargar todo el peso del cuerpo muerto de un hombre, más el peso de cerca de cien libras de especias aromáticas… María se estaba ofreciendo, sin pensar, a cargar todo el peso de un cadáver, de un saco de ungüentos, lo que para hombres fuertes sería imposible cargar… Aquí está el amor, ofreciéndose a hacer lo imposible, como el amor siempre hace”.

¿A quién buscas?

En eso estaba pensando María cuando Jesús la consuela con su presencia viva. Jesús cuando preguntó “¿a quién buscas?” expuso todos los miedos de una mujer triste.

Más de 2000 años después esa pregunta aún sonda nuestros corazones. ¿A quién buscas? ¿Buscas al amor de tu vida? ¿Buscas a un Señor? ¿Buscas a un Salvador? Jesús es todo eso y mucho más porque Él es Dios. Si buscas a Jesús, no lo encontrarás si lo buscas entre los muertos. Si crees que la Fe Cristiana es un montón de historias antiguas que hablan de un buen hombre que hizo el bien, pero que finalmente murió, jamás encontrarás a Jesús. Si buscas paz, consuelo, alegría, buenos amigos, un buen lugar para criar a los hijos, un ambiente diferente al mundo, pero si no buscas al Señor que puede dar esas cosas, nunca encontrarás lo que tanto anhelas encontrar.

María Magdalena estaba con los ojos cerrados, ella no podía reconocer a Jesús hasta que Él pronunció una pequeña y simple palabra: “¡María!" (v.16). En ese momento, el texto nos dice que María “volviéndose le dijo: ¡Raboni! (que quiere decir, Maestro)” (v.16). Cuando María oyó su nombre, ella reconoció la voz porque María era una oveja de Jesús y él mismo dijo que el Buen Pastor “a sus ovejas llama por nombre” (Jn. 10:3). Cuando María escuchó su nombre seguramente pensó: “esa voz… ¡yo conozco esa voz! ¡Es la voz de mi Maestro, él es el único que me llama así!”. Ella se da vuelta, le reconoce y le dice: ¡Maestro!

¿Has experimentado la voz de Jesús llamándote? ¿Reconoces la voz del Buen Pastor? Él te llama por tu nombre y él tiene el poder para pronunciar tu nombre de una forma que nadie más puede.

Si aún no has oído la voz de Jesús, aún estás a tiempo. Busca al Señor, ¡pero no lo busques entre los muertos, pues Él vive!

Este encuentro de María con el Señor fue maravilloso para ella. Pensemos un poco. Fue la primera persona que vio a Jesús resucitado. ¿Por qué Jesús escogió manifestarse primero a una mujer, sabiendo que en ese tiempo el testimonio de una mujer no gozaba de gran peso? Eso queda en los misterios de la soberanía de Dios, sin embargo, podemos decir que cuando María lo vio todo cambió. Ella llegó triste al sepulcro, llorando y llorando. Pero después que lo vio, el texto nos dice que ella salió anunciando “¡vi al Señor!” (v.18).

Tú que por fe has visto al Señor, ¿has salido anunciando que Él vive? ¿Hablas por todas partes que Él vive y reina? Saber que el Señor está vivo y que reina es conocer la mejor noticia que existe. Habla de Jesús, ¡di que Él resucitó, anuncia que Él vive!

Jesús te está llamando para que lo sigas. Si oyes su voz, lo amarás tanto como María Magdalena lo amó. Ella lo amó mucho, a pesar de que pensó que estaba muerto, ¿te imaginas cuánto lo amó después de saber que Él estaba vivo?

Hoy muchos ya no asisten a la iglesia. Otros asisten por los motivos errados. Jesús te pregunta: “¿A quién buscas?”.

Quiera el Señor que cada uno de ustedes, que leen este pequeño texto, puedan responder: “Yo busco a Jesús, mi Señor y Salvador, Aquel que vive y reina por los siglos de los siglos”.