Cada época
tiene sus énfasis. Estos énfasis obedecen a ciertos criterios que se estiman
importantes para un determinado grupo en un tiempo y lugar determinados.
En el tiempo
de la reforma y, posteriormente, en la era del puritanismo, el énfasis en la
consagración de cada creyente formaba parte del discurso recurrente en casi
todos los círculos cristianos. Muchos libros, sermones, charlas, etc., giraban
en torno a textos tales como: “Así que,
hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros
cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto
racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la
renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena
voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Ro. 12:1-2). Sin embargo, podemos
ver que en el día de hoy este énfasis se perdió. ¿Qué es lo que está mal? ¿Será
que hemos dejado de interpretar correctamente la Palabra de Dios?
En este
pequeño artículo me propongo revisar dos cosas: Primero, examinar a luz de las
Escrituras la condición que gozan los creyentes en Cristo Jesús y, segundo, ver
el alcance que esa condición tiene para nuestras vidas.
La condición de los creyentes: La comunidad
de los hijos de Dios.
Cuando la Biblia habla de la iglesia siempre lo hace en términos de una
comunidad de personas. Este grupo de personas ha llegado a la iglesia porque
Dios las ha llamado, no por esfuerzos personales ni por pertenecer a algún tipo
de casta especial (Hch. 2:41, 47).
Estar en la
iglesia del Señor es un privilegio inmerecido. Dios, en su infinita gracia, ha
escogido y llamado
en Cristo Jesús a todos aquellos que Él quiso (Ef. 1:3-10; 2:11-16).
La condición de todos aquellos que forman
parte de la iglesia del Señor es la de hijos de Dios. Ser hijo de Dios significa
que los creyentes han sido adoptados por Dios en Cristo (Ef. 1:5; Gl. 4:4-5). Esto tiene una importancia tremenda.
Sin Cristo, todos los hombres y mujeres son “hijos de ira” (Ef. 2:3); en Cristo, son “hijos de Dios” (Ef.
1:5).
Esta nueva
condición marca una diferencia abismante entre las personas, pues no todo el
mundo pertenece a la Iglesia del Señor. Aquellos que niegan a Cristo, que no
creen en Su nombre, que no desean tener parte ni comunión con Él son
denominados en las Escrituras como “el mundo”. La iglesia, por lo tanto, es un
grupo que ha sido llamado por Dios a salir del mundo y vivir una vida de
santidad que glorifique a Aquel que los llamó. La iglesia ha sido llamada a
“segregarse”, esto es, a apartarse del mundo.
A pesar de
este llamado, encontramos también en la Biblia varios mandamientos en los que
se les ordena a los creyentes que ejerzan influencia en el mundo con su forma
de vivir santa y piadosa (Mt. 5:13-16; 1 P. 2:11-12). Esta influencia tiene un
doble aspecto: por un lado, los creyentes son “sal de la tierra” y “luz del
mundo”. Por otro lado, ellos deben apartarse del pecado. Que los creyentes sean
“sal de la tierra” puede significar que ellos cumplen funciones tales como:
preservación (Carson), purificación, sazón (Luz), fertilización (Gundry).
Algunos piensan que la sal es una metáfora para describir a la sabiduría
(Nauck). Cada una de estas asociaciones son posibles y pienso que es difícil
decir con total seguridad lo que pasó por la mente de los discípulos cuando
oyeron estas palabras de Jesús. Sin embargo, sí podemos señalar que las
palabras de Jesús significan que los creyentes son de una importancia vital y
necesaria para el mundo en su labor de testigos de Dios y de Su reino. Lo mismo
puede ser aplicado a la segunda máxima de Jesús (“luz del mundo”). El segundo
aspecto de esta influencia tiene que ver con apartarse de las prácticas
pecaminosas mundanas y mantener un testimonio digno de un hijo de Dios. Juan en
su primera carta escribe: “No améis al
mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del
Padre no está en él” (1ª Jn. 2:15).
¿Cómo puedo
entender lo que la Escritura nos presenta? Si por un lado debo influir en el
mundo y por otro apartarme de él, ¿qué debo hacer?
Creo que
entender bíblicamente los conceptos de mundo
y mundanidad será de gran ayuda
para resolver este dilema.
Por mundo (Heb. ‘Olam; Gr. Kosmos) las Escrituras quieren decir lo siguiente:
(a) El
universo creado (Mt. 16:26; Hch. 17.24).
(b) El
planeta Tierra (Jn. 1:9-10; 16:21).
(c) La
humanidad.
(d) El
mundo en cuanto corrompido por el pecado (1ª Jn. 2:15). Este mundo en sentido
peyorativo es una especie de influencia nociva y contagiosa que corrompe todo.
Cuando la Biblia intima a los creyentes a salir del mundo está refiriéndose a
esta denotación.
La iglesia del
Señor debe conservarse pura de la mundanidad.
Siempre la iglesia oscila entre la pureza y la mundanidad. Muchas veces parece
que ella está totalmente corrompida, pero Dios ama a Su iglesia mucho como para
dejarla que se contamine completamente.
Delante de
esto vemos que la condición que tienen los creyentes contiene una potente
obligación. Ellos son hijos de Dios y ciudadanos del Reino de los Cielos. Esta
condición los distingue de todos aquellos que no forman parte de la iglesia de
Dios.
Ahora,
es necesario decir que esa condición no quiere decir que los cristianos sean mejores que aquellos que no lo son. Es
más, cualquiera que se dice cristiano y tiene aires de superioridad se
encuentra completamente engañado. La Biblia dice: “Pues mirad, hermanos, vuestra vocación, que no
sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino
que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil
del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo
menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de
que nadie se jacte en su presencia” (1ª Co. 1:26-29). No somos cristianos porque somos mejores, sino que
lo somos porque Dios ha derramado Su gracia en Cristo en nosotros. Los fariseos
de los tiempos de Jesús no entendían esto. Ellos creían ser los mejores y, de
hecho, se jactaban de eso. En una ocasión cuando se oponían a Jesús algunos
dijeron: “Nuestro padre es Abraham” (Jn.
8:39). En esta simple frase se desenmascara toda la errónea compresión que
ellos tenían de su condición. Ellos pensaban: “¡No somos iguales a todos, somos
descendientes de Abraham!”. Muchos cristianos actúan de la misma forma que los
fariseos de la época de Jesús. Creen que son superiores, que no son como el
resto de los pecadores. ¿Por qué sucede eso? Creo que son varios los motivos. Uno
de ellos es que se les ha enseñado de forma indebida lo que significa ser
cristiano y eso es en parte el discurso de los neo-pentecostales. Ellos afirman
cosas como: “Eres hijo del Rey, mereces vivir como Rey”. A simple vista una
frase como esa no contiene ningún tipo de maldad, pero si la observamos detenidamente
comprenderemos que hay detrás de ella una gran falacia. No hemos sido llamados
a ser la élite de la sociedad, sino
que la sal y la luz del mundo. Nuestra tarea es reflejar a Cristo, no presentarnos
a nosotros mismos como los protagonistas de la historia. Cristo es el centro, a
Dios sea la gloria y nosotros sólo somos siervos que hemos recibido todo de
gracia (Ef. 2:8).
Nuestra condición nos
distingue del resto de la humanidad. Nos hace especiales delante de los ojos
del Señor, pero ella no obedece a nuestras capacidades personales ni menos debe
llevarnos a la vana jactancia. Al contrario, debemos vivir agradecidos porque
todo lo que somos se lo debemos al Señor. No debe existir una actitud de
superioridad, sino de humildad y debemos considerar a los otros como superiores
a nosotros mismos. Pablo deja muy claro eso cuando escribe a los Filipenses: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria;
antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él
mismo; no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual
también por lo de los otros” (Flp. 2:3-4).
Las implicaciones de la condición de los creyentes:
Una Comunidad Santa.
Habiendo visto nuestra
condición pasamos ahora a ver de forma breve las implicaciones que ella tiene
para la vida de los creyentes.
Pedro escribe en su primera carta lo
siguiente:
“Mas
vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido
por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las
tinieblas a su luz admirable; vosotros que en otro tiempo no
erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais
alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia” (1 P. 2:9-10).
Una vez que describe
nuestra condición, Pedro continúa:
“Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis
de los deseos carnales que batallan contra el alma, manteniendo buena vuestra
forma de vivir entre los gentiles; para que en lo que murmuran de vosotros como
de malhechores, glorifiquen a Dios en el día de la visitación, al considerar
vuestras buenas obras” (1 P. 2:11-12).
Aquí vemos de forma clara las implicaciones de nuestra condición de
hijos de Dios. Debemos vivir una vida de santidad. Pedro ruega a los creyentes que batallen contra los deseos de la carne.
Además, les ruega que vivan una vida digna del evangelio para que de esa forma
puedan acallar a aquellos que murmuran contra ellos.
Esto tiene una importancia significativa. Vivimos en tiempos donde
muchos creen ser más espirituales que otros. Generalmente aquellos que se
juzgan más espirituales son personas que adolecen de muchos problemas en sus
vidas, pero a pesar de ello, levantan sus dedos inquisidores acusando al resto
de fariseos o fríos. Pedro dice que la mejor forma de acallar a esas personas
es viviendo una vida de santidad.
La vida de santidad es el resultado de nuestra unión con Cristo Jesús.
Ahora que tenemos una nueva condición (el indicativo del evangelio) debemos vivir conforme a esa nueva
condición (los imperativos del evangelio). La vida cristiana requiere de
esfuerzo y es un esfuerzo constante. Pablo escribiendo a los filipenses pide
que los creyentes se comporten “como es
digno del evangelio de Cristo” (Flp. 1:27). Es aquí donde muchos tropiezan,
porque intentan cubrir su vida cristiana con experiencias y emociones en vez de
pedir que el Señor los capacite cada día más y más para vivir en santidad.
Los cristianos no son iguales que los no cristianos por dos motivos. En
primer lugar, porque han sido llamados a formar parte del pueblo de Dios. En
segundo lugar, no son iguales porque su vida debe estar sazonada por el llamado
a la santidad que el Señor ha pronunciado. Fue Él quien dijo: “Porque yo soy Jehová vuestro Dios; vosotros
por tanto os santificaréis, y seréis santos, porque yo soy santo” (Lv.
11:44).
Hemos
recibido una condición sublime y un llamado sublime. Pidamos la gracia suficiente
para apreciar y entender estas cosas.