Por Donald
MacLeod.
Estuve leyendo Nehemías 8, un capítulo que registra un momento sin igual en
la historia de Israel. Los exiliados habían completado y reconstruido los muros
de Jerusalén; un ánimo de celebración corría a través del pueblo y las personas
se reunieron como un solo hombre en una
plaza cercana al corazón de Jerusalén. Ellos tenían una intención bien clara:
querían oír la lectura del Libro de la Ley. Pero los detalles que giran torno de
este hecho central son fascinantes.
Esperando
que se le indique
Primero, ellos solicitaron los servicios de Esdras, un escriba
calificado. Él no se presentó voluntariamente para estar al frente. Él esperó ser
indicado. Esto sigue un padrón establecido por otros grandes líderes de Israel.
Ni Moisés o Jeremías o Amós se habrían presentado como voluntarios. Si nosotros
esperamos por las personas para que se pongan ellos mismos al frente, no existe
garantía de que el más calificado y el más adecuado será quien se presente. En
todas nuestras iglesias, en todos los niveles, hay personas capacitadas que
nunca serían puestas al frente. Si se trata de un Esdras o de un profesor de
Escuela Dominical, es tarea del liderazgo identificarlos y saber si sus dones
están totalmente desarrollados. El lamento de que muchos “no están involucrados”
o “comprometidos” a menudo sobrestima esta característica básica de la vida
cristiana. Ellos no han sido indicados. Si Calvino no hubiese sido indicado, nunca
se hubiese quedado en Ginebra.
Una
plataforma especial
Segundo, el pueblo hizo los arreglos necesarios para la lectura de la
Ley: Construyeron una plataforma especial para este fin, con el objetivo de que
Esdras hablara “a los ojos de todo el
pueblo, porque estaba más alto que todo el pueblo” (v.5). Es una escena
impresionante: una gran multitud, todas las miradas dirigidas al púlpito, y en
su centro, no una gran maravilla o portento, sino que un rollo; no un brillante
comunicador, sino que un lector. Lo que importaba era que el pueblo podría ver
y oír.
Las iglesias presbiterianas tradicionales siempre han sido dominadas por
un alto y céntrico púlpito, que está sobre la congregación. Hoy en día parece
que hemos sucumbido a la idea de que tales púlpitos eran sólo monumentos al
orgullo ministerial, pontificando “3 metros por encima de la contradicción”; y
en nombre de la humildad, los predicadores están predicando ahora desde “abajo”.
Pero la humildad es desplazada.
El viejo estilo de púlpito era una señal de la primacía de la Palabra y
de su lugar central en la vida de la congregación. Los nuevos diseños sugieren
que ese ya no es más el objetivo. Se ha sugerido incluso una pérdida de
confianza en la predicación como el medio indicado por Dios para plantar y
revitalizar iglesias.
La verdad es, tal como queda claro en el registro de Nehemías, que la
razón para un púlpito alto era simplemente una cuestión de sentido común (“prudencia cristiana”). Si las personas tienen que
oír atentamente, tienen que poder ver bien como también escuchar bien. El lenguaje
corporal es, al final, una parte clave de la comunicación (el discurso-acto) y
si junto a eso, las personas son duras para oír, es importante que ellos puedan
ver la cara y leer los labios. Todo esto presupone, por supuesto, que la
Palabra importa y que la audición importa.
Dando
el significado
Tercero, el registro de Nehemías no sólo apunta para la audición, sino
que también para la comprensión. Este fue el gran propósito de la reunión. El
pueblo vino porque ellos querían entender la Palabra y al final del día ellos
celebraron esto con “grande alegría”
(v.12). He aquí el motivo por el cual este evento no fue solamente una lectura de la Ley, sino que fue
acompañada por una explicación de la misma. Esdras tuvo la ayuda de los Levitas
que se movían entre las personas, ayudándolas a entender la Ley o, como es
colocado en el verso 8, “ponían el
sentido, de modo que entendiesen la lectura”. Ellos eran, en efecto, expositores.
Oír no es suficiente, debe haber comprensión.
Gran
alegría
Finalmente, fue por medio de la exposición de la Palabra que el pueblo
fue guiado al “gozo del Señor”. La primera impresión, Nehemías recuerda, fue
bien diferente: “todo el pueblo lloraba
oyendo las palabras de la ley” (v.9). Esdras al instante reprochó al
pueblo: “no os entristezcáis, ni lloréis”
(v.9). Era un día santo y el dolor no era apropiado. Aquí existe un principio
fundamental: Santidad y melancolía no comulgan. Al contrario “el gozo del Señor
es nuestra fortaleza”. Este es uno de los principios centrales de la vida
cristiana. Sin gozo, somos débiles e inútiles. Con gozo, somos fuertes. Cuando
el gozo fluye, todo fluye.
Seguramente una de las necesidades más urgentes de la iglesia hoy es
recobrar este gozo. Sin él no habrá evangelismo, misión y plantación de iglesias.
No importa cuanto hablemos de misiología, organización, entrenamiento y
plantación. El evangelismo es algo orgánico, derivado de la misma naturaleza
del Cristianismo. Es el fluir espontáneo del gozo del Señor. Sin este gozo,
nuestro testimonio es forzado y servil.
¿Cómo el pueblo de Nehemías obtuvo este gozo? Ya lo hemos visto. Fue un
gozo producido por la Palabra: “…a gozar
de grande alegría, porque habían entendido las palabras que les habían enseñado”
(v.12).
¿Podría ser,
entonces, que la razón por la cual el gozo del Señor es tan escaso hoy se debe
a que los cristianos no están oyendo la Palabra, o bien, porque no la han entendido?
¿Será que los modernos sucesores de Esdras y de los levitas ya no ven más su
trabajo como un “abrir las Escrituras” principalmente?
¿Para
qué están los ministros?
Todo esto me hizo pensar sobre la crisis en el ministerio presbiteriano. En
el fondo es una crisis de identidad. ¿Para qué estamos? Hubo un tiempo en que
la respuesta era clara lo suficiente. Nuestra tarea era predicar la Palabra. No
era nuestra única responsabilidad. También teníamos la responsabilidad junto
con los presbíteros (el resto del equipo pastoral) de vigilar y cuidar del
rebaño, pero la predicación era nuestra tarea distintiva: aquella por que cual
fuimos calificados especialmente, aquella por la cual fuimos especialmente
entrenados y separados.
Esto significa que el don natural fundamental de todo ministro debe ser la
“aptitud para enseñar”. Ciertamente, ellos deben tener destrezas básicas de
comunicación y de didáctica, pero la enseñanza del ministro nunca se limita únicamente
a la educación. Es acerca de la edificación espiritual. Lo que él entrega, por
tanto, no son charlas o lecciones, sino homilías: exposiciones de la Palabra de
Dios especialmente estructuradas para ir al encuentro de las necesidades
espirituales de la congregación. La habilidad para hacer esta conexión entre el
texto y las necesidades espirituales de los oyentes es el supremo “don
espiritual” del predicador.
A esto sigue que si los sermones del predicador son fieles exposiciones
de la Escritura dirigidos a una congregación en particular, ellos son en sí
mismos, como Lutero y Calvino insistieron, la “Palabra de Dios”. Esta es la
razón por la que la predicación merece una alta plataforma construida para este
propósito: no porque el predicador es Dios, sino que su sermón es la Palabra de
Dios. Cada domingo, debemos dar a las personas un mensaje que nosotros podamos
humildemente introducir con las siguientes palabras: “Escuchen la Palabra de Dios”.
Y posteriormente la congregación pueda decir: “Esa fue la Palabra de Dios”.
Academias
reformadas
Esta es la razón por la que desde los días de Juan Calvino en adelante
Academias Reformadas han surgido por toda Europa con el anhelo primario de
educar a hombres que serán los modernos Esdras, capacitados para exponer las
Escrituras y sacar su significado. Esta es la razón de la preocupación que
subyacía en la reforma de las universidades escocesas bajo Andrew Melville en
el siglo XVI. Fue una reforma dirigida ampliamente por la necesidad de un
ministerio educado y Melville vio que tal educación no podía ser apresurada.
Como la misma predicación, la educación y el entrenamiento necesitan un total e
absoluto compromiso. Ni deben los estudios ser confinados a los teólogos. De
hecho, Melville habría considerado como inconcebible que los hombres estudiaran
teología propiamente a menos que ellos primero hubiesen adquirido una sólida
formación en Griego, Lógica y Filosofía Moral y era igualmente inconcebible que
los hombres pudieran predicar en el Antiguo Testamento sin tener algunas
nociones básicas de Hebreo.
Claramente esto era un ideal y algunas veces fue sólo eso. Pero el brillo
en los ojos de Calvino y Melville era que los ministros reformados fueran bien
informados en el “espíritu del hombre del renacimiento”, bien versados en
Humanidades y Teología. Ese debería ser aún nuestro ideal.
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