miércoles, 22 de agosto de 2012

¿POR QUÉ NEHEMÍAS USÓ EL PÚLPITO ALTO?


Por Donald MacLeod.




Estuve leyendo Nehemías 8, un capítulo que registra un momento sin igual en la historia de Israel. Los exiliados habían completado y reconstruido los muros de Jerusalén; un ánimo de celebración corría a través del pueblo y las personas se reunieron como un solo hombre en una plaza cercana al corazón de Jerusalén. Ellos tenían una intención bien clara: querían oír la lectura del Libro de la Ley. Pero los detalles que giran torno de este hecho central son fascinantes.

Esperando que se le indique

Primero, ellos solicitaron los servicios de Esdras, un escriba calificado. Él no se presentó voluntariamente para estar al frente. Él esperó ser indicado. Esto sigue un padrón establecido por otros grandes líderes de Israel. Ni Moisés o Jeremías o Amós se habrían presentado como voluntarios. Si nosotros esperamos por las personas para que se pongan ellos mismos al frente, no existe garantía de que el más calificado y el más adecuado será quien se presente. En todas nuestras iglesias, en todos los niveles, hay personas capacitadas que nunca serían puestas al frente. Si se trata de un Esdras o de un profesor de Escuela Dominical, es tarea del liderazgo identificarlos y saber si sus dones están totalmente desarrollados. El lamento de que muchos “no están involucrados” o “comprometidos” a menudo sobrestima esta característica básica de la vida cristiana. Ellos no han sido indicados. Si Calvino no hubiese sido indicado, nunca se hubiese quedado en Ginebra.

Una plataforma especial

Segundo, el pueblo hizo los arreglos necesarios para la lectura de la Ley: Construyeron una plataforma especial para este fin, con el objetivo de que Esdras hablara “a los ojos de todo el pueblo, porque estaba más alto que todo el pueblo” (v.5). Es una escena impresionante: una gran multitud, todas las miradas dirigidas al púlpito, y en su centro, no una gran maravilla o portento, sino que un rollo; no un brillante comunicador, sino que un lector. Lo que importaba era que el pueblo podría ver y oír.

Las iglesias presbiterianas tradicionales siempre han sido dominadas por un alto y céntrico púlpito, que está sobre la congregación. Hoy en día parece que hemos sucumbido a la idea de que tales púlpitos eran sólo monumentos al orgullo ministerial, pontificando “3 metros por encima de la contradicción”; y en nombre de la humildad, los predicadores están predicando ahora desde “abajo”. Pero la humildad es desplazada.

El viejo estilo de púlpito era una señal de la primacía de la Palabra y de su lugar central en la vida de la congregación. Los nuevos diseños sugieren que ese ya no es más el objetivo. Se ha sugerido incluso una pérdida de confianza en la predicación como el medio indicado por Dios para plantar y revitalizar iglesias.

La verdad es, tal como queda claro en el registro de Nehemías, que la razón para un púlpito alto era simplemente una cuestión de sentido común (“prudencia cristiana”). Si las personas tienen que oír atentamente, tienen que poder ver bien como también escuchar bien. El lenguaje corporal es, al final, una parte clave de la comunicación (el discurso-acto) y si junto a eso, las personas son duras para oír, es importante que ellos puedan ver la cara y leer los labios. Todo esto presupone, por supuesto, que la Palabra importa y que la audición importa.

Dando el significado

Tercero, el registro de Nehemías no sólo apunta para la audición, sino que también para la comprensión. Este fue el gran propósito de la reunión. El pueblo vino porque ellos querían entender la Palabra y al final del día ellos celebraron esto con “grande alegría” (v.12). He aquí el motivo por el cual este evento no fue solamente una lectura de la Ley, sino que fue acompañada por una explicación de la misma. Esdras tuvo la ayuda de los Levitas que se movían entre las personas, ayudándolas a entender la Ley o, como es colocado en el verso 8, “ponían el sentido, de modo que entendiesen la lectura”. Ellos eran, en efecto, expositores. Oír no es suficiente, debe haber comprensión.

Gran alegría

Finalmente, fue por medio de la exposición de la Palabra que el pueblo fue guiado al “gozo del Señor”. La primera impresión, Nehemías recuerda, fue bien diferente: “todo el pueblo lloraba oyendo las palabras de la ley” (v.9). Esdras al instante reprochó al pueblo: “no os entristezcáis, ni lloréis” (v.9). Era un día santo y el dolor no era apropiado. Aquí existe un principio fundamental: Santidad y melancolía no comulgan. Al contrario “el gozo del Señor es nuestra fortaleza”. Este es uno de los principios centrales de la vida cristiana. Sin gozo, somos débiles e inútiles. Con gozo, somos fuertes. Cuando el gozo fluye, todo fluye.
 
Seguramente una de las necesidades más urgentes de la iglesia hoy es recobrar este gozo. Sin él no habrá evangelismo, misión y plantación de iglesias. No importa cuanto hablemos de misiología, organización, entrenamiento y plantación. El evangelismo es algo orgánico, derivado de la misma naturaleza del Cristianismo. Es el fluir espontáneo del gozo del Señor. Sin este gozo, nuestro testimonio es forzado y servil.

¿Cómo el pueblo de Nehemías obtuvo este gozo? Ya lo hemos visto. Fue un gozo producido por la Palabra: “…a gozar de grande alegría, porque habían entendido las palabras que les habían enseñado” (v.12).

¿Podría ser, entonces, que la razón por la cual el gozo del Señor es tan escaso hoy se debe a que los cristianos no están oyendo la Palabra, o bien, porque no la han entendido? ¿Será que los modernos sucesores de Esdras y de los levitas ya no ven más su trabajo como un “abrir las Escrituras” principalmente?
 
¿Para qué están los ministros?

Todo esto me hizo pensar sobre la crisis en el ministerio presbiteriano. En el fondo es una crisis de identidad. ¿Para qué estamos? Hubo un tiempo en que la respuesta era clara lo suficiente. Nuestra tarea era predicar la Palabra. No era nuestra única responsabilidad. También teníamos la responsabilidad junto con los presbíteros (el resto del equipo pastoral) de vigilar y cuidar del rebaño, pero la predicación era nuestra tarea distintiva: aquella por que cual fuimos calificados especialmente, aquella por la cual fuimos especialmente entrenados y separados.

Esto significa que el don natural fundamental de todo ministro debe ser la “aptitud para enseñar”. Ciertamente, ellos deben tener destrezas básicas de comunicación y de didáctica, pero la enseñanza del ministro nunca se limita únicamente a la educación. Es acerca de la edificación espiritual. Lo que él entrega, por tanto, no son charlas o lecciones, sino homilías: exposiciones de la Palabra de Dios especialmente estructuradas para ir al encuentro de las necesidades espirituales de la congregación. La habilidad para hacer esta conexión entre el texto y las necesidades espirituales de los oyentes es el supremo “don espiritual” del predicador.  

A esto sigue que si los sermones del predicador son fieles exposiciones de la Escritura dirigidos a una congregación en particular, ellos son en sí mismos, como Lutero y Calvino insistieron, la “Palabra de Dios”. Esta es la razón por la que la predicación merece una alta plataforma construida para este propósito: no porque el predicador es Dios, sino que su sermón es la Palabra de Dios. Cada domingo, debemos dar a las personas un mensaje que nosotros podamos humildemente introducir con las siguientes palabras: “Escuchen la Palabra de Dios”. Y posteriormente la congregación pueda decir: “Esa fue la Palabra de Dios”.

Academias reformadas

Esta es la razón por la que desde los días de Juan Calvino en adelante Academias Reformadas han surgido por toda Europa con el anhelo primario de educar a hombres que serán los modernos Esdras, capacitados para exponer las Escrituras y sacar su significado. Esta es la razón de la preocupación que subyacía en la reforma de las universidades escocesas bajo Andrew Melville en el siglo XVI. Fue una reforma dirigida ampliamente por la necesidad de un ministerio educado y Melville vio que tal educación no podía ser apresurada. Como la misma predicación, la educación y el entrenamiento necesitan un total e absoluto compromiso. Ni deben los estudios ser confinados a los teólogos. De hecho, Melville habría considerado como inconcebible que los hombres estudiaran teología propiamente a menos que ellos primero hubiesen adquirido una sólida formación en Griego, Lógica y Filosofía Moral y era igualmente inconcebible que los hombres pudieran predicar en el Antiguo Testamento sin tener algunas nociones básicas de Hebreo. 

Claramente esto era un ideal y algunas veces fue sólo eso. Pero el brillo en los ojos de Calvino y Melville era que los ministros reformados fueran bien informados en el “espíritu del hombre del renacimiento”, bien versados en Humanidades y Teología. Ese debería ser aún nuestro ideal.  

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